La noche de la Esfinge (1986) es un texto breve en el que
Kadaré se acerca como nunca antes al espíritu kafkiano de las narraciones
cortas que caracterizaban al praguense. En la línea de los relatos discursivos
al estilo de Ante la Ley, también
cargados de paradoja como El deseo de ser
un indio, La verdad sobre Sancho Panza, El buitre..., la narración presenta
una reflexión corta en la que se le presta voz a la propia Esfinge. No hay una
preparación, ni una introducción, en nada se le informa del antes o del después
al lector, y sin embargo, en esta cala
directa en el devenir angustioso del personaje mítico, pocos son los enigmas
que nos encontramos.
Si
entendemos que se trata de la Esfinge la que nos está narrando un instante de
su angustia, como así lo confirma al afirmar que, en efecto, ahoga a la gente:
“Las gentes me llaman esfinge. Es decir, sofocadora, asfixiante” (2004b: 82), y
podemos situarla en los montes de Tebas, angustiando a los caminantes con sus
preguntas, y poco antes de que Edipo se presente ante ella y resuelva el enigma
que la condene a morir, los misterios del texto, completamente engarzado en la
mitología, se han desvanecido.
Entonces, lo
que le resta a esta simbólica Noche de la
Esfinge es la reflexión sobre el poder del Estado totalitario, el absoluto
poder del mecanismo autoritario en sus preguntas, en la manera en como aplasta
al individuo, le infunde el terror cuando se dirige a él: “Todos saben que cualquiera tiembla de miedo ante mí. Pero a nadie se le ha
ocurrido imaginar cómo tiemblo yo misma. Al igual que ellos, de miedo”, arranca el relato.
En las palabras
de la confesión de la Esfinge encontramos la voz del Estado, pero también, por
ejemplo, la de uno de sus instructores, interrogadores o torturadores. De
aquellos que aplicando el sistema represivo, en el tiempo en que ese sistema
tuvo validez, pudieron dar pavor, pero el miedo lo tenían realmente ellos,
porque eran conscientes de que, una vez transcurrido su tiempo, a ese Estado
criminal se le pedirían cuantas y responsabilidades. Entonces, a muchos, no les
quedó otra solución que la de la Esfinge, arrojarse barranco abajo; el
suicidio.
El suicidio
de la Esfinge significa la muerte del Estado totalitario, el hálito de
esperanza de que no terminará perpetuándose, que su tiempo está contado. Y que
después de mucho formular preguntas a los individuos, llegará un momento en que
esas preguntas le serán formuladas al sistema, para pedirle cuentas de sus
crímenes. Por eso, la Esfinge teme que cada caminante que se aproxima sea quién
transporte la pregunta que desencadene su final. Sin embargo, aquí Kadaré va más
allá, y en esta confesión del pavor de la Esfinge, ya la asemeja no con la
totalidad del Estado totalitario, sino con su Líder, Enver Hoxha, en los
delirios y manías conspirativas: “La funesta sospecha de que
esa sombra sea la del hombre que se dirige hacia mí con esa pregunta fatal que
yo no sabré responder me paraliza por completo”.
Se aúna el
terror del Líder a las traiciones, pero también el del Sucesor a ser preguntado
por alguna realidad molesta, por una verdad incómoda que lo paralice y, finalmente,
lo condene. Las trazas de la crítica kadariana se entremezclan en diferentes
profundidades. Así, “jamás imaginé que el horror
que yo provocara en las gentes me sería retribuido con la misma moneda (...)
Mientras que el espanto de ellos se concentra en mi solo ser, la angustia mía
puede ser provocada por cualquiera de ellos”…
De manera
que el Líder, asociado al sistema totalitario es temido de manera individual,
pero el tirano debe protegerse y defenderse de todos y cada uno de los
individuos, desde los ciudadanos que pueden pretender matarlo, pasando por los
espías, los saboteadores, hasta los rivales políticos del Politburó... Una
situación angustiosa que se combate con el terror desencadenado, con las purgas y poniendo en práctica la “Gran
Estratagema”. Ahora bien, en el momento en que respondan a la Esfinge, una
parte de esa “Gran Estratagema” del Estado totalitario habrá quedado al
descubierto, y la impostura, así, aniquilada. De hecho, el final del relato
juega con esa dualidad entre Estado y Líder, saltando de la referencia a la
caída en desgracia del Líder al derrumbamiento del Estado totalitario que son,
al final, dos visiones complementarias que se encarnan bajo el símbolo de la
Esfinge.
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