Ifigenia, o si se prefiere, La hija de Agamenón, tal y como se titula la novela corta de
Kadaré, responde también a la reelaboración de un motivo griego clásico.
Ifigenia es producto de una estratagema política, y como tal tiene cabida en el
imaginario de Kadaré.
Ifigenia, la hija de Agamenón, rey de Grecia, según cuenta
la tradición, debía ser sacrificada por su padre en Aúlide, para así calmar a
la furiosa diosa Artemis que había parado el viento con una gran encalmada que
impedía a las naves de los aqueos zarpar en dirección hacia la campaña de Troya.
Agamenón, implacable, encuentra razonable el sacrificio de la hija en pos de
sus beneficios políticos y militares. Al final, sin embargo, Ifigenia es
sustituida, en el último instante, por una cervatilla en su lugar. Esta es una
maniobra de evidente estratagema del Estado. Muestra una cosa, pero realiza, a
espaldas de los súbditos, otra bien diferente.
Suzana es la hija del miembro principal del Politburó, del
hombre señalado a suceder al Gran Líder cuando cese en su mando. Y ese futuro
de gloria y poder podría verse empañado por el comportamiento de la mujer, que
mantiene una relación amorosa inconveniente que mancharía la reputación del
padre en una Albania repleta de odios, intrigas, dobleces, traiciones, y en
donde todo vale para ocupar un puesto tan preciado como el de Sucesor. Suzana
debe sacrificarse, como Ifigenia, por el bien político del padre, y abandonar
la relación poco recomendable.
La perspectiva elegida para narrar los acontecimientos se
inserta en un determinado momento temporal: el amante de Suzana es el narrador
del texto, un periodista de la televisión albanesa que acude como invitado a
una manifestación conmemorativa del Primero de Mayo en Tirana y se dirige a las
celebraciones, tan cargadas de significado e importancia en los países comunistas,
y que en Albania son una gran fiesta política y nacional.
La acción de la novela transcurre en apenas unas horas
escasas, desde que el protagonista abandona su apartamento (en donde aguardó a
Suzana en vano, ella no se presentó) hasta que alcanza en un pequeño paseo el
llamado Bulevar de los Mártires de la Nación, lugar en donde se celebrará el
desfile. Mientras camina en pos de ubicarse en una tribuna de preferencia, el
protagonista-narrador va reflexionando acerca de lo que va percibiendo: desgrana
sus pensamientos en primera persona acerca de la pérdida de la mujer, del
sacrificio, de la hipocresía de la clase dirigente, de la pavorosa vida
cotidiana bajo el comunismo… Todo ello salpicado con su percepción personal del
momento, del gentío que, como autómatas, se dirigen a presenciar el desfile y
vitorear a sus líderes, las figuras políticas sumidas en el ambiente de
alienación de los asistentes, el propio Gran Líder e, incluso, contempla a la
que ya es su ex amante, apostada junto a su padre, el Sucesor, todos ellos
cercanos a Enver Hoxha.
Así, salen al encuentro del protagonista un hombre caído en
desgracia porque se río el día del funeral de Stalin (2007: 25), un escenógrafo
degradado a trabajar con grupos aficionados de teatro en aldeas por haber
montado “un drama con treinta y dos errores ideológicos” (28), el “padre ideal con hijas de la
mano bajo el cielo socialista de mayo” (35), el pintor Th. D. y su
comprometido papel dentro del sistema cultural y político del régimen, unas
veces sirviendo a su favor, otras puesto en entredicho (66-67).
Estas impresiones que recibe del ambiente y que describe el
protagonista son implacables. Kadaré establece un paralelismo entre las
intrigas y el juego sucio del Partido con el mito de Ifigenia, iguala los
intereses y ambiciones de Agamenón y del Sucesor, reflexiona acerca de las
cuestiones morales del poder “a cualquier
precio”, sobre la inhumanidad de los dirigentes y de los totalitarismos;
incluso introduce una reflexión sobre el propio mito relacionada con su máxima
de la “Gran Estratagema”, en función de si todo el sacrificio de Ifigenia y la
posterior sustitución por el cervatillo no obedecen a las farsas políticas, si
sólo son maniobras de distracción del poder para aterrorizar a los súbditos,
como lo podría ser, también, la caída en desgracia del Sucesor.
El Sucesor ha ordenado a su hija que cambie su
comportamiento y que deje de frecuentar a su amante, el periodista, poco
recomendable. La mujer, que no acude esa mañana a su cita con el hombre, acepta
así el sacrificio, como Ifigenia. Y, en efecto, si un Líder envía al sacrificio
a su propia hija, ¿qué penalidades y entregas no exigirá de su pueblo? Con ese
momento, ejemplar, el pánico se apodera de todo el sistema, desde los hombres
situados más abajo hasta los altos miembros pertenecientes al gobierno. De ese
modo, el Sucesor envía un mensaje de lo que está dispuesto a empeñar por su
ambición de alcanzar el poder, un mensaje dirigido en dos planos (aterroriza al
pueblo, y sirve para amedrentar a sus futuros camaradas y rivales políticos;
además le demuestra al Líder su entrega incondicional a la idea y al propio
sistema).
Si el padre es capaz de sacrificar al hijo, como Agamenón lo
hizo con Ifigenia, o el bíblico Isaac estaba dispuesto a degollar al suyo, o
como ejemplo de ejemplos, Stalin se desentendió de Jakov dejándolo prisionero a
manos de los nazis… solo resta imaginar lo que un Dirigente del sistema es
capaz de hacer con alguien que no sea de su familia: comportarse sin piedad.
Así que todas las personas amedrentadas, domadas,
que le salen al paso al protagonista de La
hija de Agamenón no son sino un producto del pánico, de las escuchas, de
los chivatazos, de las delaciones, del estado de angustia y depravación moral
que rige en Albania. Ante la visión de una familia que acude al acto, el
protagonista argumenta el ya mencionado “padre
ideal con hijas de la mano bajo el cielo socialista de mayo” (35), una
estampa perfecta que ha costado el sufrimiento de muchos, porque “¿a qué
precio te has ganado esa estampa? ¿A quién has enviado al destierro?”, le gustaría preguntarle al padre
alegre y orgulloso. Es el sustrato más bajo del sistema inmoral, donde rige el
monopolio de la sospecha y la degradación humana.
El engranaje de perfidia y crueldades hace que todos crean
que poseen un pasado deshonroso, plagado de actos contra el Estado, un pasado
que ocultar bajo el temor, y se conducen como cáscaras vacías, alienados,
movidos por hueras consignas de aterradores promesas: “Defenderemos los
principios del marxismo-leninismo, incluso si nos vemos obligados a comer
hierba” (57). Cualquier sacrificio será escaso; el ejemplo mítico de
Ifigenia encaja a la perfección en todo ello, aunque la clave no radica en que
el Guía separe a la hija del Sucesor de una persona inconveniente para el
régimen, sino en demostrar hasta donde llega la capacidad del horror, porque si los
propios dirigentes son capaces de sacrificar a sus seres queridos, qué no serán
capaces de hacerle a los demás.
Aprovechando las reflexiones del protagonista, Kadaré va
repasado uno a uno los crímenes del régimen y los diferentes resortes que ha
utilizado para reprimir las conciencias, desde la autocrítica, las asambleas,
las purgas, los procesos, las depuraciones, la censura a los escritores… la
historia política de Albania, las decisiones de su Gran Líder Hoxha con todas
sus iniquidades. Si el Líder exige el sacrificio de la hija del Sucesor para
demostrar que tiene valor para heredar la jefatura, es lógico entender que el
propio Líder, como Stalin, haya castigado a su propio hijo también. Sin
embargo, Hoxha aún no tenía hijos cuando debió demostrar esa crueldad con
alguno de los suyos, por eso eligió a Bahri Omari, –periodista con eminente
carrera política, llegó a ser Ministro de Asuntos Exteriores, cargo por el cual
Hoxha lo mandó ejecutar, fusilado como traidor–.
Ese hombre le era el
más preciado por entonces, el marido de su hermana y uno de los intelectuales
más notables del país en esos momentos, además de benefactor y tutor del propio
Hoxha. El golpe del tirano caería sobre la persona que lo había escondido de
los nazis durante la lucha de liberación, que después le había ayudado para
conseguir la beca de estudios en París... Así daba un ejemplo contundente.
No en vano, ¿qué podía esperarse de un país cuyo modelo era
Stalin? Porque Albania era estalinista, mucho más que soviética, y cuando
consideró que la URSS de Jrushchov traicionaba los ideales de Stalin se alejó
de ella. De esa manera, si Stalin había entregado a su propio hijo Jakov a la
muerte, sacrificándolo a manos de los nazis, el ejemplo entre los políticos
albaneses debía cundir: tenían que ser como Stalin, cualquier entrega era poca,
y el pueblo pensaría como en tiempos del holocausto llevado a cabo en Aúlide: “Si el jefe supremo, Agamenón, había sacrificado a
su propia hija, ni la más leve muestra de piedad podía esperarse para nadie” (108).
Stalin se coloca, así, en paralelo al mito, como un Agamenón
moderno dado que: “Jakov (…)
fue sacrificado no con el fin de que compartiera el destino de cualquier otro
soldado ruso, como pretendió el dictador, sino para conferirle a este último el
derecho a exigir la muerte de cualquiera. Del mismo modo que Ifigenia había
provisto a Agamenón del derecho a la matanza” (109).
De esa forma “todo
había sido erradicado para tornar más fácil el triunfo al crimen”
(106) y junto a los retratos de los líderes comunistas, del propio Stalin,
debería exhibirse el del mismísimo Agamenón, inspirador de todos ellos: “Las hileras apretadas del desfile no tenían fin. No
faltaba más que el retrato de Agamenón. Del camarada Agamenón Atrida, miembro
del Buró Político, maestro supremo de todos los inmoladores futuros. Como
fundador, como clásico en su género, sin duda conocía mejor que nadie las
entrañas de aquel asunto” (106).
Y sí con el sacrificio de Ifigenia arrancaba la campaña de
Troya, es decir, la campaña de la infamia, el sacrificio de Suzana rehusando a
su relación amorosa para no perjudicar al Sucesor sólo podía desembocar en la
demoledora conclusión: si nadie espera ya piedad, entonces, “nada se opone ya al agostamiento de la
vida” (113).
El agostamiento
de la vida, una conclusión verdaderamente
trágica de los efectos que la dictadura produce en las personas que la sufren.
Una conclusión siniestra.
Kadaré, mediante trucos y engaños, consiguió sacar del país,
junto a otras obras, La hija de Agamenón,
primer escrito en el que se narra de forma directa y explícita su postura ante
el régimen criminal de Hoxha. Antes, había utilizado subterfugios (la llamada noche otomana para ubicar sucesos
políticos muy similares a los de la Albania actual, las alusiones más o menos
veladas al control de las conciencias en El
Palacio de los sueños…), pero La hija
de Agamenón, acabada en 1986, era una narración impensable e imposible para
aquellos momentos: y tremendamente comprometedora y peligrosa. Tras ciertas
peripecias, fue puesta a salvo en París, en el interior de una caja fuerte,
gracias al editor Claude Durand. Después, a la caída del comunismo, aquellos
textos vieron la luz, muchos de ellos retocados, pero no así La hija de Agamenón, que apareció
editada exactamente igual que fue redactada entre los años 1984 y 1986.
El empeño de Kadaré en la obra es el de reflejar la caída
moral de los políticos, de las ideas, de los ideales, del Gran Dirigente, pero,
además, el vaciamiento y agostamiento de
la vida bajo el comunismo: “¿Cuántos años de semejante aridez serían
precisos para convertir la vida en un erial?” (111), se pregunta el
protagonista. Y añade: “Y todo eso por la sola razón de que así, marchita,
reseca, la vida era más fácilmente dominable”. Al final del texto, Kadaré establece un paralelismo entre
Troya, la campaña y los sucesos que conducen a su final, con la mismísima
infamia. La historia de Troya, repleta de muertes y artimañas políticas, no es
sino la historia de una colosal infamia.
Troya, todo lo relacionado con la ciudad épica, su asedio y
caída, siempre ha sido un tema referencial en la narrativa del escritor
albanés, así como sus constantes menciones a la cultura y a los mitos clásicos.
Sin embargo, toda la parafernalia mítica
que rodea a Troya, para Kadaré, siempre viene de la mano de una cierta bruma
que lo lleva a plantearse una y otra vez, como hace en su ensayo sobre Esquilo,
si esos acontecimientos no ocurrieron de diferentes maneras: “El sacrificio de Ifigenia en Áulide, el
puerto donde está congregada la flota griega a la espera de la partida. Los
vientos son adversos, el ímpetu belicoso se resiente, el adivino Calcante
aconseja el sacrificio de la doncella, que Agamenón, tras momentánea duda,
acepta. Tal es el
testimonio de Esquilo y de toda la literatura griega antigua, pero el lector
actual intenta descifrar una verdad más precisa oculta en la bruma mítica. ¿Qué
vientos adversos impedían partir a la flota griega, quién era en realidad
Calcante y, sobre todo, por qué razón llevó a efecto Agamenón el sacrificio?” (2006:
150).
En Ifigenia, de esta manera, Kadaré encuentra, además de
muchos de los elementos de las tragedias de su admirado Esquilo, un drama de
ocultaciones y mentiras, que se puede superponer a la dictadura de Hoxha: “Lo más probable, sin embargo, es que no existiera
consejo alguno de parte de Calcante y que el sacrificio de Ifigenia respondiera
a un frío cálculo debido a la así denominada raison d´Etat: Agamenón inmoló a
su propia hija no sólo para encumbrarse, tal como le acusa con razón su mujer,
sino, ante todo, con el fin de granjearse el derecho de exigir a los demás
sacrificios y sangre en una guerra que no tardaría en transformarse
en un matadero. Se trata de una práctica nada infrecuente entre los caudillos”
(152-153).
Pero no sólo se trata de este último motivo, con el
sacrificio de la hija exigir el sacrificio de los demás, sino que Kadaré atisba
tras de la inmolación de Ifigenia algo mayor, la “Gran Estratagema” totalitaria
porque “la suposición y último interrogante referido a si se llevó a cabo
realmente o no la inmolación de Ifigenia” (152), a menudo puesta en
cuestión por alguna otra versión de la mitología que ubica a Artemisa supliendo
a la muchacha por una cierva, lo que “no echa
por tierra sino que refuerza el argumento anterior. La organización de una
representación semejante, un falso sacrificio, subraya justamente el frío
cálculo que preside la acción y su objetivo”.
Por todo ello, Kadaré concluye que “gracias a Esquilo sentimos
que Troya se adapta al siglo XX como a ninguna otra época” (154). En
Troya se desencadena un cruel baño de sangre, y no debemos olvidar la forma en
la que será recordado el siglo XX: un siglo de sangre.