sábado, 5 de octubre de 2013

La pirámide



Es simple: toda la novela de La pirámide es una metáfora.

Es complejo: ¿cuál o cuáles son los objetos que refleja la imagen metafórica?

La pirámide es un ejemplo del Estado totalitario, de las dictaduras, de los elementos represivos del poder, de las ideologías ultras, pero también es una recreación del culto a la personalidad, de los líderes políticos mesiánicos al estilo de Stalin, de la evolución del comunismo en el siglo XX, en la misma Albania.

Egipto, el faraón Keops y la construcción, se pueden trasvasar sin dudarlo a la situación de la Albania desde donde se ubica Ismaíl Kadaré. Y sin embargo, en La pirámide, Kadaré no escribe una sola frase, ni una sola palabra hace referencia, ni menciona nada expresamente, sobre el estalinismo ni sobre la Albania de Hoxha y, sin embargo, toda la novela, al completo, trata sobre ellos.

Estamos ante una novela de varias capas, de distintos niveles de profundidad, se puede leer e interpretar hasta las honduras que se desee. Un análisis profundo de esta novela piramidal podría arrancar de la premisa de que el faraón Keops es Stalin, Egipto una suerte de URSS y la pirámide el sistema comunista. Desde esa lectura, puedo analizar diferentes sucesos de la narración que, así, cobran sentido. El primero, es la necesidad por parte del Estado de abotargar a la población consumiendo sus fuerzas, evitando que piensen en ellos mismos y que tomen conciencia de lo que les ocurre. De esa manera, el Estado se evita problemas, mantiene a la gente aterrorizada y distraída de sus propias realidades, prestando atención a un suceso de impacto mayor en sus vidas como será la construcción de la pirámide, cristalizando esta artimaña en el asunto sobre el que Kadaré teoriza en buena parte de su obra y al que califica como “la gran estratagema”.

A esta “gran maniobra” del Estado con el objeto de que los súbditos no sean conscientes de su propia realidad y no puedan así rebelarse en su contra -o que gracias a la estratagema vivan permanente bajo los hierros del pavor, en un régimen de terror- pertenece, además de la pirámide, el Caballo de Troya, así como otras numerosas artimañas que el autor desgrana en sus obras, todas ellas maniobras de distracción infames que se van sumando al repertorio de “grandes estratagemas” políticas, mentiras manifiestas con poder represor: purgas, conspiraciones, intentos de golpes de estado, traiciones, tribunales, causas escandalosas y casos nefandos, falsos héroes, desastres magnificados, situaciones de alarma o alerta forzadas, fiestas nacionales, celebraciones…

Así que la pirámide, y todo lo que la rodea, consume el poder del pueblo, sus fuerzas, no sólo físicas, sino también mentales. Y con ella, vienen de la mano los grandes procesos por conjuras inventadas, acusando a la gente por tratar de atentar contra la construcción que, no en vano, significa el poder completo del Estado, lo que vendría a ser un ataque contra el Estado mismo. La pirámide, todo el poder que la rodea, se defiende montando un proceso, y luego otro, en paralelismo a los grandes procesos y purgas estalinistas llevadas a cabo en Moscú, señalando masivamente a enemigos del Estado y a conjurados.

En la novela, el faraón Keops construye su pirámide a sangre y fuego, tal y como Stalin modeló el país a su imagen e intentó identificar el Partido con su propia persona. Es en este sentido, en donde pirámide y faraón se confunden, donde poder y Estado se mezclan con su dirigente, otra similitud con el estalinismo. Toda la política de Stalin fue un intento de servir a su persona, de engrandecerla, elevarla hasta lo más alto, como se erige la pirámide del relato, y no sólo personalmente, sino intentando construir edificios en Moscú que rivalizaran con los rascacielos de Nueva York, por ejemplo, por lo que este Keops arquitectónico tiene muchas similitudes con Stalin.

Aparte del evidente paralelismo comentado, la novela se puede leer en otra dirección: el avatar personal del albanés durante el comunismo, o la forma de subsistencia individual del ciudadano durante la vida cotidiana del régimen. Progresivamente, y bajo el aplastamiento del sistema, la animación en las calles decae, los bares cierran, las plazas se vacían, incluso los hombres experimentan una alteración en el lenguaje: las palabras van desapareciendo, variando sus significados, quedando vacías, carentes ya de contenido. Los sueños son pesadillas, el descanso se torna imposible, y la gente se mueve, avanza como sumida en un duermevela alucinado y automatizado: el régimen, el Estado se ha salido con la suya, ha convertido a los súbditos en inofensivos y aterrados autómatas, incapaces, así, de revolverse contra Él.

Y por encima de todo, presente desde todos los puntos de vista y paisajes posibles, la pirámide, que proyecta su sombra infecciosa sobre todo tipo de vida. Al estilo de la omnipresencia del Palac Kultury de Varsovia, que no he podido apartar de la cabeza durante la lectura. El monolito en forma de rascacielos, que Stalin legó a los polacos tras la reconstrucción de la ciudad después de la Segunda Guerra Mundial, es una masa de cemento que se arroja sobre la ciudad, con su presencia demoledora en cada vez que alguien levanta la vista al cielo. De igual manera, siempre permanente en la vida de los egipcios, está la pirámide en la novela, metáfora de otro elemento característico del sistema comunista y de los regímenes totalitarios: los expedientes.

Me he llegado a preguntar si esta pirámide no es, también, o no tiene algo, aunque sea un poco, del terror que inoculan los expedientes policiales y secretos de organismos como la Sigurimi albanesa, la Securitate rumana, la Stasi alemana o la propia KGB... Si no será la historia de la erección de la pirámide la historia, tantas veces repetida en la Albania de Hoxha, de la puesta en pie de un expediente, con todos y cada uno de sus aterradores pasos, incluso con su sangriento desenlace para con el inocente o inocentes expedientados.

La pirámide, junto con El palacio de los Sueños y El firmán de la ceguera, tal vez sea el libro de Kadaré que aborde de una manera más directa el asunto del poder aplastante y totalitario, así como su tesis de “la gran estratagema”. Los Estados totalitarios, pero no nos engañemos, todos los estados en general, necesitan mantener distraídos a sus súbditos. Si el Estado es dictatorial y genocida, represivo y criminal, no tendrá reparos en que sus “estratagemas” sean de terror y que sus gentes desvíen la mirada atendiendo a tareas absorbentes como la edificación de la pirámide o el cumplimiento del plan quinquenal, o fijando la atención en una macro conjura con un juicio monumental y un carrusel de delaciones y delatores.

Si el Estado es de pleno derecho, entonces quizás deberemos acordarnos del director norteamericano Michael Moore, que en su película documental Fahrenheit 9/11 sostiene la teoría de que al Gobierno le conviene mantener al ciudadano sumido en una situación de perenne terror, asediándolo con breaking news en los canales de noticias y con permanentes llamadas a la prudencia y al miedo ante cualquier situación que, bien pronto, se convertirán alienantes emergencias de primer grado. Que la población agote las reservas de los supermercados ante una inminente situación de crisis a causa del miedo infundido por el sistema es infinitamente mejor a que, esa misma masa, enardecida y consciente de su propia desesperación, genere disturbios y manifestaciones violentas o que, al final, termine por asaltar la sede del Gobierno y fusile al Conducator de turno.

Así las cosas, y vistas las alertas desesperadas y alarmistas ante las más que naturales oleadas de frío en invierno y de calor en verano, las plagas de mosquitos o las sequías masivas, las campañas paternalistas que advierten de posibles desastres, o las noticias apocalípticas de epidemias o gripes que de repente son referente mundial porque así lo han decidido los lobbys de los gobiernos internacionales, me hacen concluir que en el Estado llamado “de derecho” también rige la norma de “la gran estratagema” y, por supuesto, no son  más que otro tipo de burdas pirámides aquellas que las gentes se afanan por elevar, pirámides que se están construyendo todos los días, hasta rascar el cielo.

Se trata de mirar hacia otro lado, como sea. Eso es lo que más desean los Estados, que el hombre de a pie desvíe la mirada. En su novela El gran invierno, por ejemplo, en el instante mismo de la ruptura política de Albania con la URSS, una ruptura terrible y traumática para todo el país, una quiebra de significados mayúsculos, a la par que ocurre ese asunto político de importancia capital, se produce el reventón del dique de una presa, una inundación que requiere la ayuda de todo el país en tareas de supervivencia. La atención se ha desviado, así. En El concierto, la ruptura política con China sigue los mismos derroteros: lejos de la política y de la situación delicada, la atención la centrarán los trabajos de emergencia en unos grandes hornos del Estado, que terminaran en una tragedia distractora.

Sea como sea, incluso en Troya, donde el caballo de madera es una estrategia para desviar la atención de los tejemanejes políticos entre griegos y troyanos, Kadaré abunda en este asunto: el ciudadano debe desviar su atención de la realidad, suplantado el terrible día a día por el sucedáneo que le sirve el Estado, bien sea envuelto en el terror y la inseguridad, en la opresión y el dolor, en el castigo y las mentiras, atenazados por el sistema represor, o bien sea alejados de la miserable actualidad por sucesos distantes sobre los que se pueda concentrar toda la atención para, así, poder seguir, día tras día, con la pesada digestión de la vida cotidiana en los comunismos.

La vida cotidiana al pie del calaveral.

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