Es El Cerco, también
conocida como Los Tambores de la Lluvia,
la cuarta novela del albanés Ismaíl Kadaré. En ella, el escritor hace un
ejercicio de miniaturista, aproxima su lupa y la mirada al ejército del bajá que
asedia una fortaleza obstinada en defenderse invocando a su mito, el Castriota,
el legendario Skanderbeg, creando un diorama en el que aparece reflejado hasta
el menor detalle del monumental ejército otomano desplegado a muros de la
ciudad sitiada.
Todos tienen cabida y todos son observados entre la marea monumental
de soldadesca, intendencia, oficialidad… así, la narración se personaliza,
primero de todo, en las interioridades del bajá, en su preocupación, en sus
reflexiones sobre el éxito y el fracaso militar, unidos a los destinos de la
política y extensivos a todos los aspectos de la vida. A su lado, aparecen los
personajes secundarios de las guerras con tratamiento de figuras estelares: un
cronista, un poeta, un soldado, las mujeres del harén… en un texto minucioso y
miniaturizado, preciso y cuidado en cada pormenor: Kadaré demuestra ser un
experto en formas de asedio, en tácticas de guerra otomana, en la forma en cómo
se dirigían y la manera en que funcionaban los ejércitos, en balística, en armamentos… Un despliegue de conocimientos y una puesta
en escena tan deslumbrante como abrumadora y, no por ello, menos entretenida.
El cerco es una narración fascinante de principio a final, salpicada con las
reflexiones individuales de los miembros que conforman ese enorme ser vivo que
es el ejército sitiador, y que tampoco olvida el punto de vista, angustioso, de
los sitiados. Con delicadeza, puliendo cada capítulo, cada pasaje, los hombres
ríen, se emborrachan, lloran, son enviados a la muerte, sufren atroces
destinos, en una enconada tarea de acoso que enfrenta a dos concepciones
radicalmente diferentes de la vida: el mundo cristiano y el mundo musulmán,
cada uno con sus peculiares formas de resistencia, de ataque, de padecimiento.
Cada uno con sus peculiares elaboraciones de los mitos propios, de las
interpretaciones de la muerte, de la gloria, del honor y de la derrota.
Este mosaico impresionante es una especie de tablero de ajedrez
literario en donde en lugar de alfiles hay zapadores, en vez de reyes existen
grandes bajás y en lugar de peones se yerguen los altivos jenízaros, los
prudentes arquitectos, los calculadores fundidores de cañones, junto a
maldecidores, intérpretes de las estrellas y de los agüeros, contemplados,
desde las almenas, por los fervientes creyentes. Una mezcolanza que sirve caldo
de cultivo para conformar una novela sustentada en el mito (la resistencia de
la fortaleza Krujë, por ejemplo, la figura del propio Skanderbeg, el coraje
albanés) que nos llega ahora en una versión completada y que incluye aquellas
partes (las relacionadas con la religión y el sexo, fundamentalmente) que
Kadaré se vio obligado a recortar en su momento a causa de la censura -1970-.
La puesta en escena es prodigiosa y producto del torrente narrativo
que a todo alcanza, a todo atiende, que no pasa un detalle por alto, por mínimo
y nimio que sea, se asienta en un estilo directo y duro, sin concesiones, con
alguna gota de lirismo en escenas inolvidables como las del caballo sediento o
la agonía de los zapadores en el derrumbe de los túneles, todo ello con un
estilo polvoriento y acalorado, que deja al lector impregnado del fuego de los
cañones, del hierro de las espadas y con la sensación de haber asistido a un
espectáculo literario de primera magnitud, cómodamente sentado en una butaca de
primera fila.
Una lectura abrasada de calor y de sed, con olor a brea y a carne
quemada, épica, que recuerda a Troya y a las grandes gestas bélicas; un lectura
con sabor a novela épica, histórica, pero también con un halo de cierto
elemento de lo que se podría bautizar como lo real maravilloso balcánico.
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