viernes, 2 de agosto de 2013

El cerco


Es El Cerco, también conocida como Los Tambores de la Lluvia, la cuarta novela del albanés Ismaíl Kadaré. En ella, el escritor hace un ejercicio de miniaturista, aproxima su lupa y la mirada al ejército del bajá que asedia una fortaleza obstinada en defenderse invocando a su mito, el Castriota, el legendario Skanderbeg, creando un diorama en el que aparece reflejado hasta el menor detalle del monumental ejército otomano desplegado a muros de la ciudad sitiada.

Todos tienen cabida y todos son observados entre la marea monumental de soldadesca, intendencia, oficialidad… así, la narración se personaliza, primero de todo, en las interioridades del bajá, en su preocupación, en sus reflexiones sobre el éxito y el fracaso militar, unidos a los destinos de la política y extensivos a todos los aspectos de la vida. A su lado, aparecen los personajes secundarios de las guerras con tratamiento de figuras estelares: un cronista, un poeta, un soldado, las mujeres del harén… en un texto minucioso y miniaturizado, preciso y cuidado en cada pormenor: Kadaré demuestra ser un experto en formas de asedio, en tácticas de guerra otomana, en la forma en cómo se dirigían y la manera en que funcionaban los ejércitos, en balística, en armamentos…  Un despliegue de conocimientos y una puesta en escena tan deslumbrante como abrumadora y, no por ello, menos entretenida.

El cerco es una narración fascinante de principio a final, salpicada con las reflexiones individuales de los miembros que conforman ese enorme ser vivo que es el ejército sitiador, y que tampoco olvida el punto de vista, angustioso, de los sitiados. Con delicadeza, puliendo cada capítulo, cada pasaje, los hombres ríen, se emborrachan, lloran, son enviados a la muerte, sufren atroces destinos, en una enconada tarea de acoso que enfrenta a dos concepciones radicalmente diferentes de la vida: el mundo cristiano y el mundo musulmán, cada uno con sus peculiares formas de resistencia, de ataque, de padecimiento. Cada uno con sus peculiares elaboraciones de los mitos propios, de las interpretaciones de la muerte, de la gloria, del honor y de la derrota.

Este mosaico impresionante es una especie de tablero de ajedrez literario en donde en lugar de alfiles hay zapadores, en vez de reyes existen grandes bajás y en lugar de peones se yerguen los altivos jenízaros, los prudentes arquitectos, los calculadores fundidores de cañones, junto a maldecidores, intérpretes de las estrellas y de los agüeros, contemplados, desde las almenas, por los fervientes creyentes. Una mezcolanza que sirve caldo de cultivo para conformar una novela sustentada en el mito (la resistencia de la fortaleza Krujë, por ejemplo, la figura del propio Skanderbeg, el coraje albanés) que nos llega ahora en una versión completada y que incluye aquellas partes (las relacionadas con la religión y el sexo, fundamentalmente) que Kadaré se vio obligado a recortar en su momento a causa de la censura -1970-.

La puesta en escena es prodigiosa y producto del torrente narrativo que a todo alcanza, a todo atiende, que no pasa un detalle por alto, por mínimo y nimio que sea, se asienta en un estilo directo y duro, sin concesiones, con alguna gota de lirismo en escenas inolvidables como las del caballo sediento o la agonía de los zapadores en el derrumbe de los túneles, todo ello con un estilo polvoriento y acalorado, que deja al lector impregnado del fuego de los cañones, del hierro de las espadas y con la sensación de haber asistido a un espectáculo literario de primera magnitud, cómodamente sentado en una butaca de primera fila.

Una lectura abrasada de calor y de sed, con olor a brea y a carne quemada, épica, que recuerda a Troya y a las grandes gestas bélicas; un lectura con sabor a novela épica, histórica, pero también con un halo de cierto elemento de lo que se podría bautizar como lo real maravilloso balcánico.


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