martes, 27 de agosto de 2013

El ocaso de los dioses de la estepa



Mucho más que retazos de la propia experiencia de Kadaré que, en efecto, pasó una temporada en el Instituto Gorki de Literatura de Moscú, son las impresiones que se apelotonan abrumadoramente en esta reflexión, muchas veces lírica, sobre la conciencia del escritor enfrentado a los designios del Estado, empecinado en dictarle cómo y sobre lo que debe escribir.

Son recuerdos de aquella estancia en un Moscú aterrador y sombrío, una URSS modélica para los albaneses, un país de referencia para los regímenes comunistas que ansiaban convertirse en ella. En medio de todo, de la tristeza de las calles y de la gente, el protagonista estudia literatura en el Gorki inmerso en el sistema que ha asesinado a sus autores más representativos o los ha conducido a la destrucción –como Pilniak, Bábel o Tsvaieva,-  que ha represaliado a los que no han acatado las órdenes del Partido. Es la tensión entre escribir o plegarse al héroe positivo, al realismo socialista, a la esterilidad espiritual de una literatura política de exaltación.

El Gorki es una institución que emana una tristeza que se le adhiere al protagonista, que contempla Moscú con ojos derrotados, desesperanzados, mientras Pasternak ha ganado el Nobel y sus compatriotas se avergüenzan de ese escritor europeizado, occidentalizado, vendido al capital y que en su Doctor Zhivago no hace sino cometer una y otra vez multitud de desviaciones. La campaña de descrédito es voraz, mientras el narrador continúa recibiendo clases literarias y sintiéndose escritor. ¿Se puede recibir una clase de literatura y sentirse autor en el seno de tanta infamia?

De esta forma, bien pocas formas quedan de evadirse, quedan el alcohol y las chicas moscovitas, ciertamente hipnotizadas por lo que representa ser escritor, tal vez el primer motivo de resistencia, o de irresponsabilidad, en unos tiempos en los que escribir en el ámbito de la URSS y sus satélites políticos podía costarte la vida.  Al final, la residencia de estudiantes es un edificio maléfico más, como el Tabir de El palacio de los sueños, como todos esos ministerios que aparecen en las obras de Kadaré, incluso estructurado, en su casta de pisos, como los círculos del infierno de Dante, en función de lo vendidos, chivatos, plagiarios o supervivientes que fueran los escritores que los ocupaban.

El narrador, el protagonista, contempla el mundo absurdo y cruel que lo rodea con un velo de angustia descarnada, con el corazón oprimido, con una sensación de ahogo de la que no consigue liberarse en toda la novela, por mucho que busque giros poéticos y líricos que, lejos de suavizar las impresiones que tiene, son demoledores apuntes del natural.

De repente, en mitad del huracán de infamia y vergüenza, se produce la ruptura de relaciones entre Albania y la URSS de Jruschov; a toda velocidad, el protagonista debe retornar a su país, dejando a medias sus estudios, pero sin abandonar su estupor, interrumpiendo algún que otro romance, olvidando a una mujer que lo esperará en una próxima cita a la que ya jamás acudirá, sin poder excusarse por ello. Enver Hoxha ha sido el culpable del plantón. Y regresará a Albania cargado de tristeza y amargura, con una mochila lírica que le hará interpretar desde ese instante las cosas desde una nueva perspectiva: ser escritor es, más que nunca, una cuestión de resistencia.

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