Mucho más que retazos de la propia experiencia de Kadaré que, en
efecto, pasó una temporada en el Instituto Gorki de Literatura de Moscú, son
las impresiones que se apelotonan abrumadoramente en esta reflexión, muchas
veces lírica, sobre la conciencia del escritor enfrentado a los designios del
Estado, empecinado en dictarle cómo y sobre lo que debe escribir.
Son recuerdos de aquella estancia en un Moscú aterrador y sombrío, una
URSS modélica para los albaneses, un país de referencia para los regímenes
comunistas que ansiaban convertirse en ella. En medio de todo, de la tristeza
de las calles y de la gente, el protagonista estudia literatura en el Gorki
inmerso en el sistema que ha asesinado a sus autores más representativos o los
ha conducido a la destrucción –como Pilniak, Bábel o Tsvaieva,- que ha represaliado a los que no han acatado
las órdenes del Partido. Es la tensión entre escribir o plegarse al héroe
positivo, al realismo socialista, a la esterilidad espiritual de una literatura
política de exaltación.
El Gorki es una institución que emana una tristeza que se le adhiere
al protagonista, que contempla Moscú con ojos derrotados, desesperanzados,
mientras Pasternak ha ganado el Nobel y sus compatriotas se avergüenzan de ese
escritor europeizado, occidentalizado, vendido al capital y que en su Doctor Zhivago no hace sino cometer una
y otra vez multitud de desviaciones. La campaña de descrédito es voraz,
mientras el narrador continúa recibiendo clases literarias y sintiéndose
escritor. ¿Se puede recibir una clase de literatura y sentirse autor en el seno
de tanta infamia?
De esta forma, bien pocas formas quedan de evadirse, quedan el alcohol
y las chicas moscovitas, ciertamente hipnotizadas por lo que representa ser
escritor, tal vez el primer motivo de resistencia, o de irresponsabilidad, en
unos tiempos en los que escribir en el ámbito de la URSS y sus satélites
políticos podía costarte la vida. Al
final, la residencia de estudiantes es un edificio maléfico más, como el Tabir
de El palacio de los sueños, como
todos esos ministerios que aparecen en las obras de Kadaré, incluso estructurado,
en su casta de pisos, como los círculos del infierno de Dante, en función de lo
vendidos, chivatos, plagiarios o supervivientes que fueran los escritores que
los ocupaban.
El narrador, el protagonista, contempla el mundo absurdo y cruel que
lo rodea con un velo de angustia descarnada, con el corazón oprimido, con una
sensación de ahogo de la que no consigue liberarse en toda la novela, por mucho
que busque giros poéticos y líricos que, lejos de suavizar las impresiones que
tiene, son demoledores apuntes del natural.
De repente, en mitad del huracán de infamia y vergüenza, se produce la
ruptura de relaciones entre Albania y la URSS de Jruschov; a toda velocidad, el
protagonista debe retornar a su país, dejando a medias sus estudios, pero sin
abandonar su estupor, interrumpiendo algún que otro romance, olvidando a una
mujer que lo esperará en una próxima cita a la que ya jamás acudirá, sin poder
excusarse por ello. Enver Hoxha ha sido el culpable del plantón. Y regresará a
Albania cargado de tristeza y amargura, con una mochila lírica que le hará
interpretar desde ese instante las cosas desde una nueva perspectiva: ser
escritor es, más que nunca, una cuestión de resistencia.
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