viernes, 4 de octubre de 2013

El expediente H.



En 1979, durante una estancia de Ismaíl Kadaré en Ankara, el escritor se encontró con Albert Lord, que en los años treinta, con su colega Milman Parry, había recorrido las zonas montañosas de Albania intentando hallar una respuesta a los orígenes de la epopeya, de los cantos de los aedos, y una solución al misterio que el propio Homero encierra dentro de sí; con ello, los dos estudiosos reconocían en Albania el origen, la misma cuna de la tradición oral y de los cantos homéricos, casi como si se tratase de una tierra de leyenda.

Puesto a ello, Kadaré terminó El expediente H. en donde Lord y Parry aparecían bajo los heterónimos de Max Roth y Willy Norton, sendos irlandeses afincados en Nueva York, filólogos y estudiosos al servicio de la comunidad universitaria. La novela apareció por primera vez en un par de entregas en la revista Nentori, en noviembre de 1982, pasando indiferente. Por ello, no apareció publicada en un volumen como tal hasta el año 1990.

Con el tiempo, creo que ha quedado demostrado que es uno de los trabajos más interesantes de Kadaré, precisamente por la manera en la que aúna tradición y superstición, epopeya, ficción y leyenda, en una mezcla narrativa sobradamente interesante que, al contrario que en algunas otras obras de este autor, que podrían resultar algo indigestas al pecar de excesivo localismo para un lector medio europeo, en este caso cumple una labor explicativa y docente (aparte de la meramente ficcional y de entretenimiento) aproximando el mundo homérico y los propios resortes de la génesis, permanencia y extinción de las leyendas, en un proceso que se presenta muy atractivo.

Aunque el suceso de Ankara en 1979 fuera fortuito, una pequeña parte del texto ya se encontraba albergado en una de las micronovelas insertadas en su monumental obra El concierto. De uno de los capítulos que, a modo de cajas chinas, se contienen dentro de otro capítulo, y que se titula Sesión de espiritismo en la ciudad de N., se extrae una pequeña parte de esta novela –lo relacionado con los espías, las escuchas-, así como el grueso del argumento central de Spiritus. En el caso de ambas novelas –El expediente H., y Spiritus- la ciudad que se menciona sólo por la primera letra, N. o B., será la localización, compartiendo el personaje del subprefecto –o jefe de la sigurimi- y algunos de los espías, así como ciertos hilos argumentales.

Después, Spiritus se orientará más hacia el lado de los micrófonos y las escuchas, de la muerte y la declaración de ultratumba, mientras que, en El expediente H., será el retrato del espía y las maneras de escuchar y apostarse, y el proceso invasivo e inquisitivo de la autoridad, lo que se vierta en ella. En esto consiste el gran aliento de El concierto, novela que engendra otras dos novelas más, dos textos que se cuentan entre los mejores de Ismaíl Kadaré.

Kadaré afronta el asunto del espionaje como una confrontación entre la vista y el oído. Realmente, todo este Expediente H. es una lucha en tensión por ver cuál de los sentidos se impone al otro. La novela es una novela de los sentidos, a los que hay que añadir la cualidad de la voz y de la palabra como aliada del oído. Los espías auditivos, es decir los que escuchan, se imponen a los visuales; el propio Homero era ciego, cualidad esta que parece fundamental a la hora de convertirse en un buen recitador, en un lahutare, como si privarse de la vista fortalezca la memoria para ser capaces de albergar en ella miles de versos.

Evidentemente, en este asunto de las escuchas y de los informes de los espías, se encuentra todo un rastro de crítica y denuncia al Estado burocrático, al estado convertido en un Gran Policía y que vigila orwellianamente a sus súbditos, al estilo de la Albania comunista de Kadaré, aunque el autor haya establecido la acción del Expediente en el año 1933, en plena monarquía del rey Zog. Eso no importará a la hora de que el Estado ande preocupado por defenderse de sus enemigos, sean reales o imaginarios, mostrándose reacios a los extranjeros, coaligados con las profundas supersticiones y supercherías de la gente, como a la hora de juzgar el reciente invento del magnetófono como algo demoniaco que sólo puede acarrear desgracias.

Y amparado, el sistema, también, en azotar y alimentar los sentimientos nacionalistas, alentando la hostilidad entre albaneses y serbios, por ejemplo, que incluso entran en conflicto a la hora de reclamar la paternidad y autoría de las leyendas y los cantos con lo que, al final, inevitablemente, uno de los dos países será el país plagiario del asunto, con todo lo negativo y la carga de descrédito que eso conlleva para la tradición que ha salido perjudicada, la que ha sido, presuntamente, una copia.

En ese tira y afloja continuado entre vista y oído, lenguaje épico o epopéyico contra el lenguaje de los informes oficiales policiales y burocráticos, de la modernización científica frente a la superstición arraigada, de la ciudad de provincias contra la gran capital, también se enfrentan dos corrientes subterráneas: la aburrida vida de la clase acomodada pueblerina (el jefe de correos, el fabricante de jabones, el ginecólogo) con todos sus males fosilizados y su aburrimiento secular (que luego se vería sacudido por el comunismo y convertidos, todos ellos, en desclasados), enfrentada esta forma de existencia al soplo fresco e innovador del suceso extraordinario que representan los extranjeros, portadores de un pedazo de mundo nuevo y alejado que ahora parecen insertar en el mismo seno de la ciudad de N.

Son muchos conflictos los que se rozan entre sí, y quizás, por ello, por la magnitud de la ola turbulenta que los dos estudiosos levantan en la localidad, acabarán pasando a ser materia de un canto épico, de su propio canto épico, siendo ambos investigadores, y su magnetofón, elementos que formarán parte de la misma epopeya que investigan, pronunciados por esos labios de los aedos montañeses de los que están pendientes, y recitados de forma monótona por esas gargantas que encierran el enigma de Homero.

Convertidos los filólogos en asunto metaliterario, en un gran giño final de Kadaré que proclama, así, que la palabra, es decir la literatura, acaba derrotando a la vista y al oído, aunque necesita de ambos sentidos para -esa es su paradoja- existir.

Tal vez ese sea el misterio que encierra Homero y que es necesario desentrañar.

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