En 1979, durante una estancia de Ismaíl
Kadaré en Ankara, el escritor se encontró con Albert Lord, que en los años
treinta, con su colega Milman Parry, había recorrido las zonas montañosas de
Albania intentando hallar una respuesta a los orígenes de la epopeya, de los
cantos de los aedos, y una solución al misterio que el propio Homero encierra
dentro de sí; con ello, los dos estudiosos reconocían en Albania el origen, la
misma cuna de la tradición oral y de los cantos homéricos, casi como si se tratase
de una tierra de leyenda.
Puesto a ello, Kadaré terminó El expediente H. en donde Lord y Parry
aparecían bajo los heterónimos de Max Roth y Willy Norton, sendos irlandeses
afincados en Nueva York, filólogos y estudiosos al servicio de la comunidad universitaria.
La novela apareció por primera vez en un par de entregas en la revista Nentori, en noviembre de 1982, pasando
indiferente. Por ello, no apareció publicada en un volumen como tal hasta el
año 1990.
Con el tiempo, creo que ha quedado demostrado
que es uno de los trabajos más interesantes de Kadaré, precisamente por la
manera en la que aúna tradición y superstición, epopeya, ficción y leyenda, en
una mezcla narrativa sobradamente interesante que, al contrario que en algunas
otras obras de este autor, que podrían resultar algo indigestas al pecar de
excesivo localismo para un lector medio europeo, en este caso cumple una labor
explicativa y docente (aparte de la meramente ficcional y de entretenimiento)
aproximando el mundo homérico y los propios resortes de la génesis, permanencia
y extinción de las leyendas, en un proceso que se presenta muy atractivo.
Aunque el suceso de Ankara en 1979 fuera
fortuito, una pequeña parte del texto ya se encontraba albergado en una de las
micronovelas insertadas en su monumental obra El concierto. De uno de los capítulos que, a modo de cajas chinas,
se contienen dentro de otro capítulo, y que se titula Sesión de espiritismo en la ciudad de N., se extrae una pequeña
parte de esta novela –lo relacionado con los espías, las escuchas-, así como el
grueso del argumento central de Spiritus.
En el caso de ambas novelas –El
expediente H., y Spiritus- la
ciudad que se menciona sólo por la primera letra, N. o B., será la
localización, compartiendo el personaje del subprefecto –o jefe de la sigurimi- y algunos de los espías, así
como ciertos hilos argumentales.
Después, Spiritus
se orientará más hacia el lado de los micrófonos y las escuchas, de la muerte y
la declaración de ultratumba, mientras que, en El expediente H., será el retrato del espía y las maneras de
escuchar y apostarse, y el proceso invasivo e inquisitivo de la autoridad, lo
que se vierta en ella. En esto consiste el gran aliento de El concierto, novela que engendra otras dos novelas más, dos textos
que se cuentan entre los mejores de Ismaíl Kadaré.
Kadaré afronta el asunto del espionaje como
una confrontación entre la vista y el oído. Realmente, todo este Expediente H. es una lucha en tensión
por ver cuál de los sentidos se impone al otro. La novela es una novela de los
sentidos, a los que hay que añadir la cualidad de la voz y de la palabra como
aliada del oído. Los espías auditivos,
es decir los que escuchan, se imponen a los visuales; el propio Homero era
ciego, cualidad esta que parece fundamental a la hora de convertirse en un buen
recitador, en un lahutare, como si
privarse de la vista fortalezca la memoria para ser capaces de albergar en ella
miles de versos.
Evidentemente, en este asunto de las escuchas
y de los informes de los espías, se encuentra todo un rastro de crítica y denuncia
al Estado burocrático, al estado convertido en un Gran Policía y que vigila orwellianamente a sus súbditos, al
estilo de la Albania comunista de Kadaré, aunque el autor haya establecido la
acción del Expediente en el año 1933,
en plena monarquía del rey Zog. Eso no importará a la hora de que el Estado
ande preocupado por defenderse de sus enemigos, sean reales o imaginarios,
mostrándose reacios a los extranjeros, coaligados con las profundas
supersticiones y supercherías de la gente, como a la hora de juzgar el reciente
invento del magnetófono como algo demoniaco que sólo puede acarrear desgracias.
Y amparado, el sistema, también, en azotar y
alimentar los sentimientos nacionalistas, alentando la hostilidad entre
albaneses y serbios, por ejemplo, que incluso entran en conflicto a la hora de
reclamar la paternidad y autoría de las leyendas y los cantos con lo que, al
final, inevitablemente, uno de los dos países será el país plagiario del asunto, con todo lo negativo y la carga de
descrédito que eso conlleva para la tradición que ha salido perjudicada, la que
ha sido, presuntamente, una copia.
En ese tira y afloja continuado entre vista y
oído, lenguaje épico o epopéyico contra el lenguaje de los informes oficiales
policiales y burocráticos, de la modernización científica frente a la
superstición arraigada, de la ciudad de provincias contra la gran capital,
también se enfrentan dos corrientes subterráneas: la aburrida vida de la clase
acomodada pueblerina (el jefe de correos, el fabricante de jabones, el
ginecólogo) con todos sus males fosilizados y su aburrimiento secular (que
luego se vería sacudido por el comunismo y convertidos, todos ellos, en desclasados), enfrentada esta forma de
existencia al soplo fresco e innovador del suceso extraordinario que
representan los extranjeros, portadores de un pedazo de mundo nuevo y alejado
que ahora parecen insertar en el mismo seno de la ciudad de N.
Son muchos conflictos los que se rozan entre
sí, y quizás, por ello, por la magnitud de la ola turbulenta que los dos
estudiosos levantan en la localidad, acabarán pasando a ser materia de un canto
épico, de su propio canto épico, siendo ambos investigadores, y su magnetofón,
elementos que formarán parte de la misma epopeya que investigan, pronunciados
por esos labios de los aedos montañeses de los que están pendientes, y recitados
de forma monótona por esas gargantas que encierran el enigma de Homero.
Convertidos los filólogos en asunto
metaliterario, en un gran giño final de Kadaré que proclama, así, que la
palabra, es decir la literatura, acaba derrotando a la vista y al oído, aunque
necesita de ambos sentidos para -esa es su paradoja- existir.
Tal vez ese sea el misterio que encierra
Homero y que es necesario desentrañar.
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