Frías flores de marzo es un texto difícil, al lector le cuesta ir entrando en él. Algunos
críticos lo han relacionado, tal vez por su complejidad, con ciertas fases de Spiritus, pero esta novela se aleja en
algunos aspectos de aquello, y aporta otros recursos no exentos de riesgo y, en
algunos casos, quizás un riesgo que no ha resultado. De ahí, que sea una de las
obras que menos me transmite de su autor, y que resulta difícil desentrañarla,
con una lectura como atascada en la que Kadaré no termina de fluir como es
habitual en otras novelas.
Dentro de un texto que en muchas ocasiones parece descentrado y con
problemas de manantío, sin embargo, se plantean algunas cuestiones que, aunque
apuntadas en las anteriores obras de su autor, no se habían abordado de una
forma tan directa como para resultar el meollo de una novela: el comunismo ha
caído y una nueva Albania se presenta al mundo. Esta quiebra del régimen de
Hoxha permite la ocasión de modernizarse, pero con la libertad reaparecen
anteriores tradiciones, acogotadas por el comunismo, que son todo lo contrario
al sinónimo de la modernidad.
Y si algo ha estado sojuzgado por el régimen, eso ha sido el derecho
albanés secular, su codigo de sangre conocido como kanun. La deuda y la venganza de sangre son instituciones
retrogradas pero, prohibidas durante decenas de años, aparecen tras la quiebra
comunista como un signo de modernización, de liberación. Lo viejo, así,
momentáneamente se hace nuevo, en una paradoja histórica, y el país
anteriormente oprimido y ahora libre, entra en conflicto, sin llegar a entender
que señales proporcionan la modernidad y cuales significan el gran atraso.
De esa manera, en Frías flores
de marzo se refieren diferentes comportamientos que arrastran de la mano la
idea de modernidad para el albanés desencadenado.
Una de ellas, que se repite asiduamente e impregna el texto con reflexiones recurrentes,
es el atraco a un banco, un suceso impensable de haber sido cometido durante
todo el periodo comunista, pero un hecho común y a diario en el mundo occidental,
en el mundo libre. En Albania ya se atracan los bancos… al estilo de las
películas; Albania ha entrado con los atracos (y con la inseguridad ciudadana)
en la modernidad de Occidente y del capitalismo.
La inseguridad ciudadana, o el deseo de mayor seguridad, es otro
síntoma bien curioso. La supuesta inviolabilidad de domicilio, desde luego, no
estaba muy garantizada durante el reinado de la Sigurimi. Sin embargo, el temor a que irrumpieran los servicios
policiales en la casa y en mitad de la noche para efectuar una detención era el
miedo tipo del albanés. Ahora, con la
caída del sistema y la desaparición tutelar del Estado, las viviendas están seguras
ante la patada en la puerta de la represión policial y política, pero expuestas
a los robos y a los criminales comunes.
El protagonista de la novela, el pintor Mark Gurabardhi, pronto
instala nuevas cerraduras y puertas anti-atraco en su estudio. Abraza, así, un
pedacito de occidentalización que viene de la mano del pánico, de la angustia
para salvaguardar la propiedad privada, de la toma de conciencia de poseer
pertenencias potencialmente arrebatables por delincuentes comunes y no en
nombre del socialismo, del Estado o del bien
común.
Una occidentalización que también llega a las costumbres sexuales. En
ese sentido será la amante de Mark quién entienda de diferentes formas de
modernizar los comportamientos en la cama (el pubis depilado, determinadas
prácticas europeizantes). Son tiempos
modernos, que entran en tensión con las costumbres desarrolladas por el
anterior régimen comunista y colisionan con la recuperación de las tradiciones
milenarias y arraigadas que resurgen con fuerza.
En mitad de este batido de modernidad, Kadaré elige una estructura y
un texto que también parece presentar idénticas tensiones entre clasicismo e
innovación. A los capítulos corrientes se les oponen lo que denomina contracapítulos, que vienen a ser
fabulaciones o reflexiones míticas ancladas en historias clásicas, y que sacan
al lector de la narración de la historia principal, que es el devenir de Mark
Gurabardhi.
Estos contracapítulos son
interludios oníricos que recurren a la mitología griega y latina, una tradición
que resulta un elemento siempre tan significativo en la novelística de Kadaré,
presentando así un contrapunto a la perspectiva que de la historia y de Albania,
y de los momentos actuales en los que se desarrolla la acción, posee Mark.
De esta forma, el primer contracapítulo,
amalgama varias cuestiones en diferentes planos literarios. Por un lado hay
cierto eco del Kafka de La transformación
y de El proceso, por otro late
una corriente que recuerda a Las
metamorfosis de Ovidio, y por último convoca a los mitos y las leyendas
fantásticas del romanticismo alemán, como la Ondina de Fouqué, por ejemplo. El contracapítulo primero narra la boda y la noche de bodas de una
mujer que, castigada sin saber muy bien qué delito ha cometido (al estilo de
Josef K.) y con la permisividad de la familia, se enlaza con una serpiente.
El contracapítulo segundo se
centra en el denominado “funcionario de
la muerte” y en la historia de Tántalo, que ha robado la inmortalidad y,
también, sobre Prometeo y el hurto del fuego… interpretado como una enorme
conjura política en donde Zeus aparece como el Gran Tirano –algo que Kadaré ya
había manifestado en su ensayo sobre Esquilo-, recurriendo el autor al motivo
denominado como Gran Estratagema, pilar fundamental de sus novelas “políticas”.
El resto de los contracapítulos
continúan con su función onírica, casi surrealista, de ofrecer un contrapunto a
la historia narrada. La toma de declaración al iceberg que hundió el Titanic como si fuera un criminal
político, el descenso a unos infiernos circulares (Dante siempre presente en la
novelística de Kadaré) a la búsqueda de unos expedientes secretos que llevan,
incluso, a los dirigentes socialistas y al sucesor del Gran Líder a adentrarse
en cavernas en pos de un misterioso archivo secreto que contiene documentos
comprometedores…
Estos capítulos a contrapelo de la narración van iluminando la trama,
a medida que el lector se va haciendo con un texto incómodo, en una lucha que
Kadaré plantea, en este libro, con sus receptores que son, quizás,
descifradores de todos esos mensajes ocultos que se concatenan mediante la
imaginería habitual kadariana, tal vez retorcida o algo mas desquiciada que de
costumbre, hasta acariciar unas gotas de surrealismo.
En ese sentido, Kadaré apunta sin llegar a cristalizar, una innovación
bien moderna en Frías flores de marzo,
y es la de articular la novela en diferentes planos paralelos, con realidades
diferentes que cohabitan, acercándose a lo que se conoce como novela quántica. El protagonista, Mark,
arrastra la culpa de haber decepcionado a su padre, que siempre quiso que fuera
oficial de policía en lugar de pintor.
De esa manera, en varias ocasiones la trama se desvía a un plano en el
que Mark es policía y se fija en sus actuaciones, para después retomar la
“otra” línea narrativa de la presunta “realidad” del pintor. Se nos presentan
dos mundos en los que suceden acciones distintas, salpicadas por interludios
oníricos que albergan saltos en el tiempo, quiebras y aceleraciones, como si la
novela se hubiera desintegrado en partículas, y los trocitos los hubiera vuelto
a montar el autor, desdeñando la linealidad, la coherencia temporal y la pura
lógica narrativa.
La tensión entre lo antiguo y lo moderno, con la estructura narrativa
elegida por Kadaré, también refleja esa tensión que vehiculiza la novela y,
como ocurre en el texto, queda sin resolver, principal cuestión que presenta Frías flores de marzo, la del avance
dificultoso hacia la nada, hacia la irresolución, hacia el complejo edípico y de
culpa que lo obstaculiza todo.
El crimen de Estado, la degradación moral que ha impuesto durante
décadas el régimen comunista de Hoxha, horadó tan hondo la conciencia de las
gentes que obstaculiza cualquier avance. El pánico ante la nueva situación se
resuelve con un salto al pasado, al momento anterior a Hoxha, con la
recuperación de las tradiciones míticas, bárbaras, que proporcionan seguridad.
Así, se realiza un descubrimiento; Mark Gurabardhi, el pintor, realiza
ese descubrimiento, casi tan epifánico como devastador: las tradiciones bárbaras
siempre han permanecido, el régimen de Hoxha era un régimen medieval y
sanguinario, y los nuevos aires de la Europa occidental y su sociedad de libre
consumo, no dejan de ser lo mismo.
El avance, el progreso, la modernización, no es más que una mentira.
Un imposible. Y Mark no puede más que sentir deseos de romper a llorar al
término de la novela.
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