Poco después de la explosión cosmológica y narrativa en Spiritus, de gran complejidad
estructural, Kadaré retoma el pulso literario con una historia sencilla, simple
y lineal, una novela histórica rápida y vital bajo la cual late un pulso
especial, se percibe una corriente vibratoria que la atraviesa de principio a
fin, ofreciendo una especie de tríptico de la medieval batalla de Kosovo. Un
tríptico de sangre y muerte, cargado de dolor, algo de rabia y toneladas de
tristeza y desesperanza.
El texto late con violencia, borbotea espeso y contundente en el fondo
de cada una de sus frases, de sus líneas y párrafos; encontramos algo más que
la descripción literaria, en mayor o menor medida respetuosa con los sucesos
históricos, y nos topamos con el origen de un problema de odio enquistado, la
larga historia de una tradición sobre el aborrecimiento entre serbios y
albaneses. Un odio que se hace extensible a la intolerancia religiosa y al
propio carácter destructivo, vengativo y rencoroso, del ser humano.
El asunto de Kosovo es un asunto delicado, y muy doloroso. Kadaré,
aquí, se remonta hasta una parte del conflicto, pero no a sus inicios. Queda
muy claro que la coalición cristiana, integrada por húngaros, serbios, rumanos,
bosnios y albaneses, entre otros, ya se trataba con inmemorial odio y encono en
todo lo relacionado con esa región balcánica denominada como el campo de los mirlos. Que se hayan
unido ante un enemigo común y mayor, esta vez, codo con codo, es un asunto
meramente circunstancial.
Así lo demuestran los aedos, fidedignas fuentes de la tradición del
odio, cuando entonan sus cánticos populares para entretener a los príncipes en
las horas previas a la batalla. No pueden evitar, aunque el ambiente sea de
coaligados, cantar en sus baladas los enfrentamientos entre serbios y
albaneses, o viceversa, por la cuestión de Kosovo. Diríase que es un asunto
enquistado en las conciencias de una forma mecánica y que, ocurra lo que
ocurra, sean cuales sean las circunstancias, el aborrecimiento, el odio y los
cantos se repetirán una y otra vez, incluso cuando ambos bandos hayan fracasado
en su alianza y extraviado la región a manos del Imperio Otomano, producto de
una humillante derrota militar.
El desastre que vendrá por Kosovo significará que los turcos
encontrarán aquí, en los Balcanes, una forma de acceso, la entrada directa y
hasta el corazón de Europa, continente que se verá, con el tiempo y los años,
amenazado hasta el mismo cerco de Viena. Ese desastre, esa tremenda desgracia
acongojante, la derrota de los aliados cristianos sobre la llanura, es un
fracaso narrado con pulso estremecido en el primero de los cuadros que Kadaré
presenta en los Tres cantos fúnebres por
Kosovo. En efecto, se trata de una suerte de tríptico sobre la historia,
sobre el rencor y el sometimiento de gran parte del continente ante el poder
militar de la Sagrada Puerta.
Es el día 15, del mes de junio del año 1398, y el autor, acercando una
lupa que amplía con minuciosidad y colorido ciertos aspectos, se va fijando en
los campamentos de los dos ejércitos, en sus tiendas, en las actitudes y
aptitudes de sus líderes, en el comportamiento de los soldados, en los
preparativos para la batalla, en los miedos que albergan las cabezas de quienes
serán protagonistas. Ante el cristal de aumento desfilan los señores
cristianos, llamados a la gloria y que toparán con el amargo fracaso, y el
sultán Murad I, y sus hijos, prestando una atención especial a uno de ellos:
Bayaceto.
Esta figura, Bayaceto, llamado a recoger y ejercer el poder de su
padre Murad, protagoniza una historia que se encaja dentro de la trama de la
batalla. Bayaceto es el autor de una conjura contra su padre para asegurarse el
poder. Cuando la derrota cristiana se ha consumado, de repente, sin saberse muy
bien como -la leyenda aquí es caprichosa y ofrece sus variantes-, Murad I será
asesinado.
El asesinato de Murad I permite a Kadaré filtrar en la historia de la
batalla del Kosovo un pedazo de su imaginario literario, concretamente el
asunto de la conspiración, de la manipulación de la historia y de las luchas
por el poder llevadas a cabo por los sucesores de aquellos que han sido
determinados como Líderes. En el primer sentido, el conspirativo, Bayaceto,
además, con engaños, atrae a su hermano mayor Jakub hasta la tienda donde yace
muerto el sultán y también lo ejecuta, asegurándose así la sucesión. Toda esa
secuencia no queda clara narrativamente hablando, el propio Murad la vive como
entre sueños, creándose cierta confusión incluso con la aparición de un doble
del sultán (otro de los asuntos característicos del imaginario kadariano).
Las versiones históricamente admitidas son que un soldado balcánico,
fingiéndose muerto, pudo levantarse rápidamente para acuchillar a Murad I
cuando el sultán se paseaba a caballo inspeccionando el campo de batalla, una
vez obtenida la victoria. En las leyendas serbias será un personaje de balada,
Milos Obilic quien, montado en un fabuloso caballo, alcance la tienda de Murad I
y lo asesine, quizás para compensar así la vergüenza de que el príncipe Vuk
Brankovic, traicionando al príncipe Lázaro, se había pasado con su ejército del
lado musulmán. En cualquier caso, sopesados los pros y los contras de cada
historia, Kadaré argumenta su propia tesis, amparada en la conspiración, el
golpe de estado y la traición del hijo menor del poderoso sultán.
El segundo cuadro del tríptico escrito por Kadaré presenta a dos
aedos, uno serbio, Vladan, y otro albanés, Gjorg Shkreli, que huyen de la
batalla, del desastre de la derrota, y tratan de alejarse del avance turco
adentrándose en Centroeuropa. La narración es ahora más contenida y calmada,
plena de un espíritu reflexivo que plantea cuestiones referentes a la
tolerancia religiosa, al perdón, al espíritu nacional y a esos componentes
mágicos y misteriosos que fascinan al autor y que forman parte del manantío,
fijación y posterior conservación de los cantos épicos y de las tradicionales
poesías orales. Los dos rapsodas, cada vez que se ven en la obligación de
actuar en público, entonan una y otra vez cantos de odio mutuo entre serbios y
albaneses, enconados por Kosovo. Simplemente, no saben hacer otra cosa más que
repetir lo que han aprendido.
Cargados de gran simbolismo, el lahutare
albanés y el serbio con su gusla,
representan la memoria de las dos naciones, la irracionalidad del odio heredado
que va más allá de las reflexiones, el peso de la tradición y el milagro de la
tradición oral, circunstancia esta última que se ha convertido en uno de los
asuntos fundamentales para Kadaré, tratado en novelas como El expediente H., o Spiritus.
Indudablemente, hay mucho de misterioso y milagroso en los procesos que
desembocan en la constitución de una balada, y en su mantenimiento y
variaciones a lo largo de los siglos.
Sin embargo, aunque el texto narre, principalmente, un enfrentamiento
entre naciones, y la epopeya, la balada popular, sea expresamente eso, el canto
de identidad de un pueblo, textos o versos que viajan cargados de una identidad
muy nacional, no aparecen rastros de nacionalismo albanés ni de ningún tipo de
maniqueísmo por parte del autor en el texto, o yo, desde mi perspectiva menos
avezada en los asuntos balcánicos, no he sido capaz de apreciarlos. Tal vez,
quienes beban y vivan de pleno la circunstancia, sí que sean capaces de hallar
un rastro pro albanés o de nacionalismo desquiciado en Tres cantos fúnebres por Kosovo. Desde luego, yo no soy capaz.
El 4 de julio de 1999, en pleno conflicto bélico de Kosovo, la casa
Heinrich Böll de Berlín organizó un fórum sobre Kosovo con la presencia, entre
otros y además del propio Kadaré, de una pléyade de escritores, pensadores y
filósofos europeos, contando con personalidades como Günter Grass o Hertha
Müller. En el arranque del acto se leyó un texto de Tres cantos fúnebres por Kosovo. A este respecto, será Kadaré quién
comente, en su Diario de Kosovo, que
sentía “como todos se mantienen
vigilantes por si descubren algún rastro de nacionalismo albanés, ese ogro al
que se alude en todas partes pero sin precisar nunca dónde se manifiesta. Desde
este punto de vista, Tres cantos fúnebres es realmente un texto desconcertante,
yo diría incluso que mortificante, por no calificarlo de diabólico. Ha sido
traducido en una decena de países, incluyendo Turquía y Grecia, y absolutamente
nadie ha detectado hasta hoy el más leve aroma a nacionalismo” (Diario de
Kosovo, 2007:111).
Quizás, en este sentido de empatía con uno y otro bando, de
neutralidad o de afán por conciliar el dolor de los pueblos, la última fase del
tríptico es el lamento del propio Murad I, cuya sangre ha quedado recogida en
una vasija e introducida en un túmulo sobre la llanura del campo de mirlos. El sultán asesinado lamenta aquello que entiende
como una maldición de su sangre, reflexionando desde una situación de no-existencia, con la clarividencia que
le da una perspectiva de siglos a la vez que atemporal: sobre aquellos campos
pesa y pesará el odio, la muerte siempre estará presente mientras rapsodas como
Vladan y Shkreli continúen obcecados en cantar el mutuo aborrecimiento de ambos
pueblos, en lugar de atender a cuestiones de mera supervivencia común.
La historia de Kosovo es, fundamentalmente, una historia de sangre
porque, tal y como cierra Kadaré el texto: “bastan
unas gotas de sangre para contener en su interior toda la memoria del mundo”.
Por todo ello, una memoria de Kosovo, como esta que lleva a cabo
Kadaré, no puede ser sino una memoria de sangre: una memoria siempre dolorida,
una memoria fúnebre.
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