sábado, 12 de octubre de 2013

Tres cantos fúnebres por Kosovo



Poco después de la explosión cosmológica y narrativa en Spiritus, de gran complejidad estructural, Kadaré retoma el pulso literario con una historia sencilla, simple y lineal, una novela histórica rápida y vital bajo la cual late un pulso especial, se percibe una corriente vibratoria que la atraviesa de principio a fin, ofreciendo una especie de tríptico de la medieval batalla de Kosovo. Un tríptico de sangre y muerte, cargado de dolor, algo de rabia y toneladas de tristeza y desesperanza.

El texto late con violencia, borbotea espeso y contundente en el fondo de cada una de sus frases, de sus líneas y párrafos; encontramos algo más que la descripción literaria, en mayor o menor medida respetuosa con los sucesos históricos, y nos topamos con el origen de un problema de odio enquistado, la larga historia de una tradición sobre el aborrecimiento entre serbios y albaneses. Un odio que se hace extensible a la intolerancia religiosa y al propio carácter destructivo, vengativo y rencoroso, del ser humano.

El asunto de Kosovo es un asunto delicado, y muy doloroso. Kadaré, aquí, se remonta hasta una parte del conflicto, pero no a sus inicios. Queda muy claro que la coalición cristiana, integrada por húngaros, serbios, rumanos, bosnios y albaneses, entre otros, ya se trataba con inmemorial odio y encono en todo lo relacionado con esa región balcánica denominada como el campo de los mirlos. Que se hayan unido ante un enemigo común y mayor, esta vez, codo con codo, es un asunto meramente circunstancial.

Así lo demuestran los aedos, fidedignas fuentes de la tradición del odio, cuando entonan sus cánticos populares para entretener a los príncipes en las horas previas a la batalla. No pueden evitar, aunque el ambiente sea de coaligados, cantar en sus baladas los enfrentamientos entre serbios y albaneses, o viceversa, por la cuestión de Kosovo. Diríase que es un asunto enquistado en las conciencias de una forma mecánica y que, ocurra lo que ocurra, sean cuales sean las circunstancias, el aborrecimiento, el odio y los cantos se repetirán una y otra vez, incluso cuando ambos bandos hayan fracasado en su alianza y extraviado la región a manos del Imperio Otomano, producto de una humillante derrota militar.


El desastre que vendrá por Kosovo significará que los turcos encontrarán aquí, en los Balcanes, una forma de acceso, la entrada directa y hasta el corazón de Europa, continente que se verá, con el tiempo y los años, amenazado hasta el mismo cerco de Viena. Ese desastre, esa tremenda desgracia acongojante, la derrota de los aliados cristianos sobre la llanura, es un fracaso narrado con pulso estremecido en el primero de los cuadros que Kadaré presenta en los Tres cantos fúnebres por Kosovo. En efecto, se trata de una suerte de tríptico sobre la historia, sobre el rencor y el sometimiento de gran parte del continente ante el poder militar de la Sagrada Puerta.

Es el día 15, del mes de junio del año 1398, y el autor, acercando una lupa que amplía con minuciosidad y colorido ciertos aspectos, se va fijando en los campamentos de los dos ejércitos, en sus tiendas, en las actitudes y aptitudes de sus líderes, en el comportamiento de los soldados, en los preparativos para la batalla, en los miedos que albergan las cabezas de quienes serán protagonistas. Ante el cristal de aumento desfilan los señores cristianos, llamados a la gloria y que toparán con el amargo fracaso, y el sultán Murad I, y sus hijos, prestando una atención especial a uno de ellos: Bayaceto.

Esta figura, Bayaceto, llamado a recoger y ejercer el poder de su padre Murad, protagoniza una historia que se encaja dentro de la trama de la batalla. Bayaceto es el autor de una conjura contra su padre para asegurarse el poder. Cuando la derrota cristiana se ha consumado, de repente, sin saberse muy bien como -la leyenda aquí es caprichosa y ofrece sus variantes-, Murad I será asesinado.

El asesinato de Murad I permite a Kadaré filtrar en la historia de la batalla del Kosovo un pedazo de su imaginario literario, concretamente el asunto de la conspiración, de la manipulación de la historia y de las luchas por el poder llevadas a cabo por los sucesores de aquellos que han sido determinados como Líderes. En el primer sentido, el conspirativo, Bayaceto, además, con engaños, atrae a su hermano mayor Jakub hasta la tienda donde yace muerto el sultán y también lo ejecuta, asegurándose así la sucesión. Toda esa secuencia no queda clara narrativamente hablando, el propio Murad la vive como entre sueños, creándose cierta confusión incluso con la aparición de un doble del sultán (otro de los asuntos característicos del imaginario kadariano).


Las versiones históricamente admitidas son que un soldado balcánico, fingiéndose muerto, pudo levantarse rápidamente para acuchillar a Murad I cuando el sultán se paseaba a caballo inspeccionando el campo de batalla, una vez obtenida la victoria. En las leyendas serbias será un personaje de balada, Milos Obilic quien, montado en un fabuloso caballo, alcance la tienda de Murad I y lo asesine, quizás para compensar así la vergüenza de que el príncipe Vuk Brankovic, traicionando al príncipe Lázaro, se había pasado con su ejército del lado musulmán. En cualquier caso, sopesados los pros y los contras de cada historia, Kadaré argumenta su propia tesis, amparada en la conspiración, el golpe de estado y la traición del hijo menor del poderoso sultán.

 
El segundo cuadro del tríptico escrito por Kadaré presenta a dos aedos, uno serbio, Vladan, y otro albanés, Gjorg Shkreli, que huyen de la batalla, del desastre de la derrota, y tratan de alejarse del avance turco adentrándose en Centroeuropa. La narración es ahora más contenida y calmada, plena de un espíritu reflexivo que plantea cuestiones referentes a la tolerancia religiosa, al perdón, al espíritu nacional y a esos componentes mágicos y misteriosos que fascinan al autor y que forman parte del manantío, fijación y posterior conservación de los cantos épicos y de las tradicionales poesías orales. Los dos rapsodas, cada vez que se ven en la obligación de actuar en público, entonan una y otra vez cantos de odio mutuo entre serbios y albaneses, enconados por Kosovo. Simplemente, no saben hacer otra cosa más que repetir lo que han aprendido.

Cargados de gran simbolismo, el lahutare albanés y el serbio con su gusla, representan la memoria de las dos naciones, la irracionalidad del odio heredado que va más allá de las reflexiones, el peso de la tradición y el milagro de la tradición oral, circunstancia esta última que se ha convertido en uno de los asuntos fundamentales para Kadaré, tratado en novelas como El expediente H., o Spiritus. Indudablemente, hay mucho de misterioso y milagroso en los procesos que desembocan en la constitución de una balada, y en su mantenimiento y variaciones a lo largo de los siglos.

Sin embargo, aunque el texto narre, principalmente, un enfrentamiento entre naciones, y la epopeya, la balada popular, sea expresamente eso, el canto de identidad de un pueblo, textos o versos que viajan cargados de una identidad muy nacional, no aparecen rastros de nacionalismo albanés ni de ningún tipo de maniqueísmo por parte del autor en el texto, o yo, desde mi perspectiva menos avezada en los asuntos balcánicos, no he sido capaz de apreciarlos. Tal vez, quienes beban y vivan de pleno la circunstancia, sí que sean capaces de hallar un rastro pro albanés o de nacionalismo desquiciado en Tres cantos fúnebres por Kosovo. Desde luego, yo no soy capaz.

El 4 de julio de 1999, en pleno conflicto bélico de Kosovo, la casa Heinrich Böll de Berlín organizó un fórum sobre Kosovo con la presencia, entre otros y además del propio Kadaré, de una pléyade de escritores, pensadores y filósofos europeos, contando con personalidades como Günter Grass o Hertha Müller. En el arranque del acto se leyó un texto de Tres cantos fúnebres por Kosovo. A este respecto, será Kadaré quién comente, en su Diario de Kosovo, que sentía “como todos se mantienen vigilantes por si descubren algún rastro de nacionalismo albanés, ese ogro al que se alude en todas partes pero sin precisar nunca dónde se manifiesta. Desde este punto de vista, Tres cantos fúnebres es realmente un texto desconcertante, yo diría incluso que mortificante, por no calificarlo de diabólico. Ha sido traducido en una decena de países, incluyendo Turquía y Grecia, y absolutamente nadie ha detectado hasta hoy el más leve aroma a nacionalismo” (Diario de Kosovo, 2007:111).

Quizás, en este sentido de empatía con uno y otro bando, de neutralidad o de afán por conciliar el dolor de los pueblos, la última fase del tríptico es el lamento del propio Murad I, cuya sangre ha quedado recogida en una vasija e introducida en un túmulo sobre la llanura del campo de mirlos. El sultán asesinado lamenta aquello que entiende como una maldición de su sangre, reflexionando desde una situación de no-existencia, con la clarividencia que le da una perspectiva de siglos a la vez que atemporal: sobre aquellos campos pesa y pesará el odio, la muerte siempre estará presente mientras rapsodas como Vladan y Shkreli continúen obcecados en cantar el mutuo aborrecimiento de ambos pueblos, en lugar de atender a cuestiones de mera supervivencia común.

La historia de Kosovo es, fundamentalmente, una historia de sangre porque, tal y como cierra Kadaré el texto: “bastan unas gotas de sangre para contener en su interior toda la memoria del mundo”.

Por todo ello, una memoria de Kosovo, como esta que lleva a cabo Kadaré, no puede ser sino una memoria de sangre: una memoria siempre dolorida, una memoria fúnebre.




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