Ifigenia, la hija de Agamenón, rey de Grecia,
según cuenta la tradición debía ser sacrificada por su padre en Aúlide para así
calmar a la furiosa diosa Artemis que había parado el viento con una gran
encalmada que impedía a las naves de los aqueos zarpar en dirección hacia la
campaña de Troya. Agamenón, implacable, encuentra razonable el sacrificio de la
hija en pos de sus beneficios políticos y militares. Al final, sin embargo,
Ifigenia es sustituida, en el último instante, por una cervatilla en su lugar.
Suzana es la hija del miembro principal del
buró, del hombre señalado a suceder al Gran Líder cuando cese en su mando. Y
ese futuro de gloria y poder podría verse empañado por el comportamiento de la
mujer, que mantiene una relación amorosa inconveniente que podría manchar la
reputación del padre en una Albania repleta de odios, intrigas, dobleces,
traiciones por el poder, y en donde todo vale para ocupar un puesto tan
preciado como el de sucesor. Suzana
debe sacrificarse, como Ifigenia, por el bien político del padre, y abandonar
la relación poco recomendable.
Kadaré establece un paralelismo entre las intrigas
y el juego sucio del Partido con el mito de Ifigenia, iguala los intereses y
ambiciones de Agamenón y del sucesor,
reflexiona acerca de las cuestiones morales del poder “a cualquier precio”,
sobre la inhumanidad de los dirigentes y de los totalitarismos e, incluso,
introduce una reflexión sobre el propio mito relacionada con su máxima de “la
gran estratagema” (en función de si todo el sacrificio de Ifigenia y la posterior
sustitución por el cervatillo no obedecen a las farsas políticas, si sólo son
maniobras de distracción del poder para aterrorizar a los súbditos).
En efecto, si un Líder envía al sacrificio a
su propia hija, ¿qué penalidades y entregas no exigirá de su pueblo? Con ese
momento, ejemplar, el pánico se apodera de todo el sistema, desde los hombres
situados más abajo hasta los altos miembros pertenecientes al gobierno. De ese
modo, el sucesor envía un mensaje de
lo que está dispuesto a empeñar por su ambición de alcanzar el poder, un
mensaje dirigido en dos planos (aterroriza al pueblo, y porque sirve para
amedrentar, además, a sus futuros camaradas y rivales políticos y le demuestra
al Líder su entrega incondicional a la idea y al sistema).
Troya, lo relacionado con la ciudad épica, su
asedio y caída, siempre ha sido un tema referencial en la narrativa del
escritor albanés, así como sus constantes referencias a la cultura y a los
mitos clásicos. En Ifigenia, encuentra, además, muchos de los elementos de las
tragedias de su admirado Esquilo, con un drama que se puede superponer a la
dictadura de Hoxha.
La perspectiva elegida para narrar los
acontecimientos se inserta en un determinado y significativo momento temporal:
el amante de Suzana se dirige a las celebraciones del Primero de Mayo, tan cargadas
de significado e importancia en los países comunistas, y que en Albania son una
gran fiesta política y nacional. Mientras camina en pos de ubicarse en una
tribuna de preferencia, desgrana sus pensamientos y reflexiones en primera
persona acerca de la pérdida de la mujer, del sacrificio, de la hipocresía de
la clase dirigente, de la pavorosa vida cotidiana bajo el comunismo… Todo ello
salpicado con su percepción personal del momento, del gentío que, como
autómatas, se dirigen a presenciar el desfile y vitorear a sus líderes.
Todos ellos son producto del pánico, de las
escuchas, de los chivatazos, de las delaciones, del estado de angustia y
depravación moral que rige en Albania. Ante la visión de una familia que acude
al acto, el protagonista argumenta un “padre
ideal con hijas de la mano bajo el cielo socialista de mayo”, una estampa
perfecta que ha costado el sufrimiento de muchos, porque “¿a qué precio te has ganado esa estampa? ¿A quién has enviado al
destierro?”, le gustaría preguntarle al padre alegre y orgulloso. Es el
sustrato más bajo del sistema amoral, donde rige el monopolio de la sospecha y la
degradación humana.
El engranaje de perfidia y crueldades hace
que todos crean que poseen un pasado deshonroso, plagado de actos contra el
Estado, un pasado que ocultar bajo el temor, y se conducen como cáscaras
vacías, alienados, movidos por vacías consignas de aterradores promesas: “Defenderemos los principios del
marxismo-leninismo, incluso si nos vemos obligados a comer hierba”.
Cualquier sacrificio será escaso; Ifigenia encaja a la perfección en todo ello.
Aprovechando las reflexiones del
protagonista, Kadaré va repasado uno a uno los crímenes del régimen y los
diferentes resortes que ha utilizado para reprimir las conciencias, desde la
autocrítica, las asambleas, las purgas, los procesos, las depuraciones, la
censura a los escritores… la historia política de Albania, las decisiones de su
Gran Líder Hoxha con todas sus iniquidades.
Kadaré, mediante trucos y engaños, consiguió
sacar del país, junto a otras obras, La
hija de Agamenón, primer escrito en el que se narra de forma directa y
explícita su postura ante el régimen criminal de Hoxha. Antes, había utilizado
subterfugios (la llamada noche otomana
para ubicar sucesos políticos muy similares a los de la Albania actual, las
alusiones más o menos veladas al control de las conciencias en El Palacio de los sueños, al terror
político en El firmán de la ceguera…),
pero La hija de Agamenón, acabada en
1986, era una narración impensable e imposible para aquellos momentos: y
tremendamente comprometedora y peligrosa. Tras ciertas peripecias, fue puesta a
salvo en París, en el interior de una caja fuerte, gracias al editor Claude
Durand. Después, a la caída del comunismo, aquellos textos vieron la luz,
muchos de ellos retocados, pero no así La
hija de Agamenón, que apareció editada exactamente igual que fue redactada
entre los años 84 y 86.
El empeño de Kadaré en la obra es el de
reflejar la caída moral, de los políticos, de las ideas, de los ideales, del
Gran Dirigente, pero, además, el vaciamiento y agostamiento de la vida bajo el
comunismo: “¿Cuántos años de semejante
aridez serían precisos para convertir la vida en un erial?”, se pregunta el
protagonista. Y añade: “Y todo eso por la
sola razón de que así, marchita, reseca, la vida era más fácilmente dominable”.
Al final del texto, Kadaré establece un paralelismo de Troya, de la campaña
y de los sucesos que conducen a su final, con la infamia. La historia de Troya,
repleta de muertes y artimañas políticas, no es sino la historia de una
infamia.
No en vano, ¿qué podía esperarse de un país
cuyo modelo era Stalin? Porque Albania era estalinista, mucho más que
soviética, y cuando consideró que la URSS de Jruschov traicionaba los ideales
de Stalin se alejó de ella. De esa manera, si Stalin había entregado a su
propio hijo Jarkov a la muerte, sacrificándolo a manos de los nazis, el ejemplo
entre los políticos albaneses debía cundir: tenían que ser como Stalin,
cualquier sacrificio era poco, y el pueblo pensaría como en tiempos del
sacrificio llevado a cabo en Aúlide: “Si
el jefe supremo, Agamenón, había sacrificado a su propia hija, ni la más leve
muestra de piedad podía esperarse para nadie”.
Y sí con el sacrifico de Ifigenia arrancaba
la campaña de Troya, es decir, la campaña de la infamia, el sacrificio de
Suzana rehusando a su relación amorosa para no perjudicar al sucesor sólo podía desembocar en la
demoledora conclusión: si nadie espera ya piedad, entonces, “nada se opone ya al agostamiento de la
vida”.
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