Ismaíl Kadaré traslada su acción desde la
Tirana o el Gjirokaster de sus anteriores novelas, a la Pristina de los tiempos
de la Yugoslavia post Tito, que se tambaleará internamente a causa de la brutal
represión que el ejército llevará a acabó contra los manifestantes que, un
primero de abril de 1981, pedían la república para la zona del Kósovo. Un
cambio de escena literaria, en efecto, pero el novelista prosigue narrando lo
que ha caracterizado la mayoría de su obra, el aspecto al que me he venido
refiriendo en otras entradas de este blog: la vida cotidiana bajo el comunismo.
Una vida que se ve marcada por el miedo, independientemente del país o de la
circunstancia que se habite.
El texto, una denuncia sobre la limpieza
étnica llevada a cabo por la ex Yugoslavia, una reivindicación del Kósovo, o
una reflexión sobre la violencia, el compromiso, la traición y la imposibilidad
de un entendimiento entre facciones irreconciliables (que de todo eso hay y
todo ello podría ser materia de análisis largo y complejo), además, refleja cómo
transcurre la vida de las personas bajo el peso del Estado totalitario, en este
caso un Estado herido, dubitativo e inseguro, tambaleante, que se sabe llagado
y que por ello redobla sus esfuerzos con crueldad para combatir contra todos
los enemigos que lo acechan. Un Estado que arremete con mayor virulencia contra
sus ciudadanos, sabedor de que es insostenible una merma en el sentimiento de
poder percibido por la gente. Por ello, mayor represión, mayor terror. Mayor
control de las masas.
Kadaré elige una estructura temporal acorde
con la intención de mostrar la monotonía de esa vida comunista insertada en el
corazón del terror. El libro narra las circunstancias de la doctora Shkreli,
que ayuda a los manifestantes heridos por las represalias del ejército, sin
detenerse a pensar en que, como albano-kosovares e independentistas, son
enemigos del régimen yugoslavo. Al parecer, esta doctora se basa en la mujer
del literato montenegrino Esad Mekuli, importantísimo poeta de la ex Yugoslavia
y muy considerado por algunos críticos y estudiosos, como Robert Elsie, que lo
tienen como una pieza fundamental de la poesía moderna albanesa. De hecho, la
doctora Shkreli, en la novela, aparece casada con un profesor de literatura y
también poeta aunque, en una relación que se nos muestra de los títulos de los
que el profesor es autor, nos encontramos más cercanos a un trasunto del propio
Kadaré que del mencionado Mekuli –incluso, además, en los apuntes biográficos
con los que nos ilustra la novela-.
Guiños literarios aparte, la doctora y el
profesor-poeta están inmersos en un devenir de pesadilla. La estructuración
temporal del libro pretende mostrarnos de inmediato esa circunstancia. La
acción transcurre en apenas cuatro días, de los cuales, el primero, nos es
narrado minuciosamente. Son jornadas de tedio, de preocupación y de una
angustia opresiva donde el Estado se esfuerza por inculcar en el individuo el
sentimiento de culpa, o cuanto menos, sembrar las dudas y los remordimientos
que sirvan como detonantes para un desenmascaramiento. Casi todos los capítulos
incluyen en su título la palabra “día”, una forma de fijar esa repetición del
espanto.
La novela gira en torno al primer día, un día
importante, el llamado “día de diferenciación”. Es el día en el que se celebra
una asamblea, mil veces repetida anteriormente, buscando culpables ante
cualquiera de los asuntos que hayan suscitado el desagrado oficial. La junta,
que esta vez es la continuación de otras juntas anteriores que se han llevado a
cabo para investigar la atención de los heridos por el asunto de Kósovo, repite
una y otra vez, monótona e insistentemente, sus mismas preguntas.
El aparato busca la autocrítica, que los
culpables se desenmascaren a sí mismos con sus propias confesiones, que
profundicen en sus “crímenes” más y más hondo, hasta colmar las heces de la humillación
y la vergüenza. Estas reuniones tienen lugar al término de las jornadas de
trabajo, su duración es de varias horas, con la obligatoria asistencia del
personal agotado, y poseen mucho más de interrogatorios en masa que de
“comisiones de investigación”. Al final, con delaciones, chivatazos, o
simplemente porque alguno de los asistentes no puede soportar la presión, las
resistencias se derrumban y se producen esas declaraciones y, finalmente, las deseadas
auto inculpaciones: ese es el resultado del terror psicológico del régimen.
Porque el régimen totalitario posee recursos
psicológicos de presión que obran mayor efecto en el pavor de las gentes que
los fusiles y los tanques. Así, en Pristina hay una orden que prohíbe mantener
las puertas de las casas cerradas durante la noche. Este decreto provoca una
inquietud y una ansiedad enorme en los ciudadanos, aterrados ante la
posibilidad de que cualquier elemento policial o brigadista penetre en el
domicilio sin ni siquiera tener la necesidad de llamar a la puerta ni formular previo
aviso. Al “día de diferenciación”, con toda su presión y tensión, le sigue la
“noche de puertas abiertas”, con la imposibilidad del descanso. Los sujetos,
así, están siendo minados continuamente para que cesen en su resistencia.
Parecen recursos de ficción creados para un
Estado orwelliano, pero es la
Yugoslavia de 1981. Las personas vivían unos días desnaturalizados –tal y como los califica Kadaré en esta novela-
permanentemente asustados y pendientes de la sensación de culpabilidad y de
inseguridad ante el aparato del Estado. De fondo, además, se mueve la historia
de un amor imposible entre un albanés y una serbia, segada de cuajo por la
represión policial de la manifestación, que viene a complementar la
desesperanza que emana el relato.
En el hastío totalitario, donde todos los
días son iguales, consagrados en señalar y eliminar a los culpables, ni tan
siquiera cabe un rayo de esperanza para el amor. La brutalidad todo lo puede.
Sus engranajes aplastan, como las orugas de los tanques, cualquier expresión de
la individualidad.
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