jueves, 19 de septiembre de 2013

El firmán de la ceguera

Estamos, sin duda, ante una de las más brutales novelas de Kadaré. Tal y como reza la faja que le ha colocado la editorial a esta pequeña joya, estamos ante “el texto más breve y osado de Kadaré”. No soy muy partidario de estos paratextos que adornan las novelas. Un vistazo global a su obra pone en entredicho que sea el texto más breve de Kadaré, tal vez en España, en ese momento, 1994, lo fuera. Que es un texto osado, no cabe duda alguna, realzado por el año de escritura, 1984. Sin embargo, a Muchnik se le escapa un matiz en su definición publicitaria o comercial del libro: es un texto brutal, el más violento y salvaje de su autor.

El firman de la ceguera no es un relato fácil, no se trata de un texto cómodo para el lector. Contiene un estilo sarmentoso tiznado de un erotismo onírico, que toma una distancia irritante con las brutalidades que presenta y resulta exasperante con su discurrir gélido. En eso radica su grandeza. El argumento, de una simpleza tan demoledora como aterradora, como siempre, oculta otra cosa en la profundidad de sus misterios narrativos. Digamos que el poderoso Estado de la Sagrada Puerta (de nuevo una novela ambientada en la llamada “noche otomana”, al estilo de El cerco o El palacio de los Sueños), ha decidido terminar con una peligrosa práctica de sus súbditos: el mal de ojo.

Son malos tiempos para los aojadores. El aparato represivo emprenderá una campaña violenta y desmesurada para impedir que el mal de ojo se extienda por el Imperio. ¿De qué manera? Pues cegando a los súbditos. Aquí, cabrán ciertas posibilidades a la hora de aceptar el horror: cegarse voluntariamente, admitiendo que se posee la cualidad de poder echar el mal de ojo, o ser cegado tras aguardar a las delaciones, las denuncias. Si se acude por propio pie, se recibe una pensión vitalicia estatal y se puede elegir el método más “humano” de entre los ofertados en las oficinas de cegamiento (consistentes en unas camas de hierro a las que se ataba al cegado) que se abren a tal efecto. De lo contrario… la ceguera se aplica como un castigo criminal, y las formas pueden ser espantosas.

En el sistema de horrores desplegados por el Estado, se contemplan diferentes formas de cegar, o de desoculización, ya que, siguiendo las reglas del lenguaje totalitario, pronto se sustituyen unas palabras tabú por otras que disimulen el espanto (reasentamiento por gaseamiento para los nazis, por ejemplo), y el vocabulario se llena de giros y eufemismos. Los métodos son el bizantino-veneciano, tibetano, vernáculo, romano-cartaginés y el europeo. Por supuesto, tras esta parafernalia de artificio verbal se oculta una realidad mucho mas contundente: sacar los ojos con una barra de hierro con las puntas afiladas, golpear el pecho con pedruscos hasta que el peso haga saltar los ojos de las órbitas, el uso de ácido, de una prolongada luz cegadora o, todo lo contrario, permanecer en tinieblas hasta perder la visión.

Al sistema le sigue una floreciente industria, como a cualquier empeño genocida de cualquier gobierno totalitario. En este caso, habrá médicos que impartan cursos para cegadores, mientras se pone en marcha la maquinaria que fabrica varas de hierro punzantes o litros de ácido. De esta forma, el Estado arranca toda una empresa encargada de evitar la cacoftalmia, nuevo término definitorio del mal. Las acusaciones infundadas, los espionajes, el estado de terror, las autoconfesiones, el reconocimiento de culpas y delitos, la atribución de crímenes, toda esa oleada desencadenada por el Estado no oculta nada más que, de nuevo, la ya conocida “gran estratagema”. Es un movimiento de distracción para mantener a las gentes implicadas en algo que las aleje de la verdadera realidad del momento. “Toda esta historia ha sido orquestada con el solo propósito de desviar la atención de las dificultades económicas”, sentencia un personaje del libro. Ahí está, la gran estratagema.

Desde luego, esta teoría de Kadaré sobre la gran estratagema me está llevando a plantearme algunos acontecimientos del pasado siglo en esa clave: ¿fue el genocidio nazi eso, una gran estratagema? ¿Qué grandes estratagemas empleó la URSS de Stalin? ¿Son reconocibles las grandes estratagemas de los actuales Estados de derecho y, de ser así, de que realidad pretenden que desviemos la atención?

De lo que no cabe duda, se demuestra una y otra vez, es que las grandes estratagemas de los Estados totalitarios siempre se ceban en los inocentes y, con ello, desatando represión y sufrimiento, buscan implantar una situación de terror paralizante, que disminuya las capacidades del individuo como integrante de la masa. Las grandes estratagemas de distracción buscan aislar, primero, y alienar, después. Desactivado, así, el peligro de rebelión o de que, simplemente, las personas consigan pensar por sí mismas, y caer en la cuenta de algunos detalles inconvenientes.

Al final, la oleada de pavor acaba inundándolo todo: incluso los directores, funcionarios y encargados de oficinas de cegamiento acaban atados a las camas en donde antes aplicaban los castigos. Nadie se libra en todo el Imperio, y con el paso de los años, cuando los ciudadanos contemplen aterrados a la población de ciegos que vaga por las calles y frecuenta los cafés, esas cuencas vacías, por millares, servirán para recordarles el aliento del Estado sobre sus nucas, las espadas de Damocles que penden sobre sus actividades, porque el fantasmal ejército de cegados posee ese poder: el de recordarles que si el Estado pudo desencadenar un horror semejante, muy bien, en cualquier instante, puede repetirlo.

En las cuencas vacías de los ojos de los condenados rezuma una paradoja: el Estado que ha dejado ciegos a sus súbditos lo ve todo, lo vigila todo, porque sólo Él puede ver por ellos, decidir lo que se puede contemplar y lo que no. Y cuándo.

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