Estamos, sin duda, ante una de las más brutales novelas de Kadaré. Tal
y como reza la faja que le ha colocado la editorial a esta pequeña joya,
estamos ante “el texto más breve y osado de Kadaré”. No soy muy partidario de
estos paratextos que adornan las novelas. Un vistazo global a su obra pone en
entredicho que sea el texto más breve de Kadaré, tal vez en España, en ese
momento, 1994, lo fuera. Que es un texto osado, no cabe duda alguna, realzado
por el año de escritura, 1984. Sin embargo, a Muchnik se le escapa un matiz en
su definición publicitaria o comercial del libro: es un texto brutal, el más
violento y salvaje de su autor.
El firman de la ceguera no es un relato fácil, no se trata de un texto
cómodo para el lector. Contiene un estilo sarmentoso tiznado de un erotismo onírico,
que toma una distancia irritante con las brutalidades que presenta y resulta
exasperante con su discurrir gélido. En eso radica su grandeza. El argumento,
de una simpleza tan demoledora como aterradora, como siempre, oculta otra cosa
en la profundidad de sus misterios narrativos. Digamos que el poderoso Estado
de la Sagrada Puerta (de nuevo una novela ambientada en la llamada “noche
otomana”, al estilo de El cerco o El palacio de los Sueños), ha decidido
terminar con una peligrosa práctica de sus súbditos: el mal de ojo.
Son malos tiempos para los aojadores. El aparato represivo emprenderá
una campaña violenta y desmesurada para impedir que el mal de ojo se extienda
por el Imperio. ¿De qué manera? Pues cegando a los súbditos. Aquí, cabrán
ciertas posibilidades a la hora de aceptar el horror: cegarse voluntariamente,
admitiendo que se posee la cualidad de poder echar el mal de ojo, o ser cegado
tras aguardar a las delaciones, las denuncias. Si se acude por propio pie, se
recibe una pensión vitalicia estatal y se puede elegir el método más “humano”
de entre los ofertados en las oficinas de cegamiento (consistentes en unas camas
de hierro a las que se ataba al cegado) que se abren a tal efecto. De lo
contrario… la ceguera se aplica como un castigo criminal, y las formas pueden
ser espantosas.
En el sistema de horrores desplegados por el Estado, se contemplan
diferentes formas de cegar, o de desoculización,
ya que, siguiendo las reglas del lenguaje totalitario, pronto se sustituyen
unas palabras tabú por otras que disimulen el espanto (reasentamiento por gaseamiento
para los nazis, por ejemplo), y el vocabulario se llena de giros y eufemismos.
Los métodos son el bizantino-veneciano, tibetano, vernáculo, romano-cartaginés
y el europeo. Por supuesto, tras esta parafernalia de artificio verbal se
oculta una realidad mucho mas contundente: sacar los ojos con una barra de
hierro con las puntas afiladas, golpear el pecho con pedruscos hasta que el
peso haga saltar los ojos de las órbitas, el uso de ácido, de una prolongada
luz cegadora o, todo lo contrario, permanecer en tinieblas hasta perder la
visión.
Al sistema le sigue una floreciente industria, como a cualquier empeño
genocida de cualquier gobierno totalitario. En este caso, habrá médicos que
impartan cursos para cegadores, mientras se pone en marcha la maquinaria que
fabrica varas de hierro punzantes o litros de ácido. De esta forma, el Estado
arranca toda una empresa encargada de evitar la cacoftalmia, nuevo término definitorio del mal. Las acusaciones
infundadas, los espionajes, el estado de terror, las autoconfesiones, el
reconocimiento de culpas y delitos, la atribución de crímenes, toda esa oleada
desencadenada por el Estado no oculta nada más que, de nuevo, la ya conocida
“gran estratagema”. Es un movimiento de distracción para mantener a las gentes
implicadas en algo que las aleje de la verdadera realidad del momento. “Toda
esta historia ha sido orquestada con el solo propósito de desviar la atención
de las dificultades económicas”, sentencia un personaje del libro. Ahí está, la
gran estratagema.
Desde luego, esta teoría de Kadaré sobre la gran estratagema me está
llevando a plantearme algunos acontecimientos del pasado siglo en esa clave:
¿fue el genocidio nazi eso, una gran estratagema? ¿Qué grandes estratagemas
empleó la URSS de Stalin? ¿Son reconocibles las grandes estratagemas de los
actuales Estados de derecho y, de ser así, de que realidad pretenden que
desviemos la atención?
De lo que no cabe duda, se demuestra una y otra vez, es que las
grandes estratagemas de los Estados totalitarios siempre se ceban en los
inocentes y, con ello, desatando represión y sufrimiento, buscan implantar una
situación de terror paralizante, que disminuya las capacidades del individuo
como integrante de la masa. Las grandes estratagemas de distracción buscan
aislar, primero, y alienar, después. Desactivado, así, el peligro de rebelión o
de que, simplemente, las personas consigan pensar por sí mismas, y caer en la
cuenta de algunos detalles inconvenientes.
Al final, la oleada de pavor acaba inundándolo todo: incluso los
directores, funcionarios y encargados de oficinas de cegamiento acaban atados a
las camas en donde antes aplicaban los castigos. Nadie se libra en todo el
Imperio, y con el paso de los años, cuando los ciudadanos contemplen aterrados
a la población de ciegos que vaga por las calles y frecuenta los cafés, esas
cuencas vacías, por millares, servirán para recordarles el aliento del Estado
sobre sus nucas, las espadas de Damocles que penden sobre sus actividades,
porque el fantasmal ejército de cegados posee ese poder: el de recordarles que
si el Estado pudo desencadenar un horror semejante, muy bien, en cualquier
instante, puede repetirlo.
En las cuencas vacías de los ojos de los condenados rezuma una paradoja:
el Estado que ha dejado ciegos a sus súbditos lo ve todo, lo vigila todo,
porque sólo Él puede ver por ellos, decidir lo que se puede contemplar y lo que
no. Y cuándo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario