Leyenda y pavor, crimen y encrucijadas, se entremezclan en El puente de los tres arcos, novela de
Ismaíl Kadaré que parece sostener cierto origen común, o trasfondo o subtexto
que recuerda a veces a Un puente sobre el
Drina, del premio Nobel serbio Ivo Andric (esta última mucho más célebre,
con su propia entrada en la Wikipedia y todo). En Kadaré, la leyenda del
puente, reivindicada como originalmente albanesa, no oculta sino un fin en sí
misma, el asesinato, el emparedamiento de un hombre en los pilares del puente
sobre el río, en este caso el Ujana e
Keqe, es decir, el río Aguas malas,
toda una advertencia de los castigos, del futuro que recibirán quienes se
atrevan a desafiar a la naturaleza construyendo un artefacto para salvar la
corriente y sepultando a un hombre en sus cimientos para fraguar el futuro.
En principio, y desde tiempos inmemoriales, un barquero (sí, un
barquero, tan simbólico como sencillo) se encargaba de que las cosas fueran
como debían: cruzaba a la gente de una a otra orilla. Así debía ser, pero un caminante
sufrió un ataque epiléptico junto al embarcadero, lo que fue interpretado como
una señal de que ese era el lugar en donde se debería levantar un puente. El
lugar es Arbería, la Albania medieval, la Albania de 1377, repleta de miedos y
oscuridad, de temor y supersticiones, tal y como demuestra en esta crónica que
narra -ubicado desde el pavor- el monje Gjon. Arbería: un terreno abonado para
la superchería, sobre el que bastaba con que se desplomara un epiléptico, para
desencadenarse todo tipo de tragedias. Con la tolerancia indolente de un conde
que no es capaz de interpretar los sucesos ni puede defenderse ante el peligro
inminente, el puente se levantará sobre las aguas y, finalmente, por él, a
través de él, llegaran los invasores (que tal vez estaban tras el epiléptico y
tras otra suerte de sucesos que contribuyen a la construcción) para sumir a la
Arbería en una noche otomana de siglos.
Sin embargo, y aquí radica lo espantoso, el puente necesitará
consolidarse en el terreno de Arbería. Superará algunos sabotajes; algunas
veces, aparece medio derruido lo que se ha construido el día anterior, por lo
que se decide recurrir a una vieja leyenda: la necesidad de emparedar a alguien
en los cimientos con el fin de que aquella obra marche adelante y se termine
con bien. Por supuesto, para legitimar el disparate, esa persona emparedada
acudiría por su propia voluntad, bajo el acuerdo de un contrato que garantizará
el bienestar futuro de su familia. Y así, no falta quien se presente voluntario.
Quedará fundido a la leyenda y su rostro, su silueta, blanqueada por la cal,
para siempre en los pilares del puente y del mito.
Kadaré reflexiona aquí con el terrible futuro de Albania como estado,
que necesitará de mucha sangre y sufrimiento, bien arraigado a su tierra, para
estabilizarse como país. Pero también se nos presenta una enorme carga de
simbolismo en su advertencia sobre los estados y los estadistas: dispuestos a
cualquier crimen para perpetuarse. Así le ocurriría a Albania, deberá cimentar
con el sufrimiento de los suyos la intención de ser un estado independiente en
ese futuro nebuloso. Y después, en ese futuro, sus ciudadanos, como figuras de
yeso emparedadas en los cimientos del comunismo, soportarán la celda interior
del régimen de Hoxha.
Todo ello, narrado por el monje bajo el marco de esta leyenda del
puente, una leyenda lo suficientemente extendida, puesto que, tal y como
asegura Gjon, se trata de una leyenda que se conoce en las once lenguas balcánicas. El emparedamiento en los pilares del
puente arranca, de esa forma, desde la leyenda y el mito, sembrado en el
imaginario balcánico, y se desarrolla en los miedos del inconsciente colectivo
de todo ese ámbito. Sobre la leyenda se desarrolla el pavor, y con ella, de su
mano, arrecian los más oscuros temores y se cometen las mayores iniquidades.
El puente, ya convertido en un puente de sangre, será la bisagra que
emparente a la Arbería medieval con el año 755 de la hégira. Y desde allí, se
extenderá el tiempo inamovible bajo el alfanje.
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